Cap. 2 - Cicatrices

Sin título -Fotografía 2012

Mirando al vacío secaba una de esas tazas de café en aquel restaurante donde, temporalmente, había encontrado un trabajo donde ganarse unas propinas y olvidar el estrés que rodeaba su vida. Una y otra vuelta, hasta que la propia taza chillaba para bajarla de su ensimismamiento y hacerla entender que ya era suficiente. Otra taza, y otra, y… ¡zas! La siguiente se resbaló de sus manos, y en un intento fallido de cogerla en el aire, tropezó con el resto de vajilla que esperaba impaciente ser atendida y se cortó la mano bajo la atenta mirada de aquel apuesto joven que esa noche, había ido a verla a ella. Sólo a ella.
No quiso mirar. Se apretó la mano contra el regazo, como si eso fuese a quitarle el dolor, y pidió el auxilio de su superior para que le curara los cortes.
-¡No me digas lo que tengo! Sólo cúramelo… - Se quejaba muy cobardemente por un corte insignificante.
-Tranquila, sólo es el susto.
Eso le decía mamá cuando por aquel ventanal del salón que daba a un enorme descampado se veían los rayos surgir del ennegrecido cielo que proclamaba bien alto que esa noche había tormenta.
Ella no podía parar de llorar y se escondía debajo de la mesa del comedor para no oír ni ver ese espectáculo que a ti te mantenía pegado contra la ventana de tu habitación con una sonrisa en la cara.
Mamá la perseguía, la abrazaba, y con mucho mimo, la llevaba de nuevo a aquel ventanal para enseñarle que las tormentas eran como aquellas cámaras de fotos que lanzaban un fuerte flash y que luego hacían un poco de ruido para pasar el carrete y hacer una nueva fotografía… En los brazos de mamá se sentía protegida, y tormenta tras tormenta, aprendió a enfrentarse a aquel fenómeno que la estremecía.
Lamentablemente los brazos de mamá no siempre os libraban de todo aquello que os estremecía. Había otro fenómeno que cuando venía haciendo ruido, era mejor esconderse debajo de las sábanas de la cama y hacerse invisible.
Me acuerdo que lo llamaba “Plumitas”. Ese perro de color verde que siempre la acompañó en sus sueños… Lo abrazaba con fuerza contra su regazo y le susurraba: “Tranquilo, sólo es el susto… En seguida el ruido pasa”.
Pero tú y yo sabíamos, que después del ruido solía llover.
Mamá regó las plantas de nuestros pies durante muchos años. Ahora que empezamos a echar raíces… Deberíamos salir de nuestro respectivo tiesto y despejar el cielo para que empiece a ver el sol brillar, ¿no crees?
-Un poco de esparadrapo y está. Te quedará cicatriz cuando te cure.
-Gracias – Sonreí un poco avergonzada por el espectáculo que había preparado. Nunca me gustó la sangre.
-¡Ale, a trabajar!
Cuando subí él seguía allí, un poco preocupado, un poco sonriente.
-¡Sigo viva! – bromeé.
Él sonrió conmigo, y mientras cogía otra pieza de la vajilla para secar, me dije para mis adentros: “Sí… Sigo viva…”

Cap. 1 - Aprender a despedirse

Molinos de viento - Fotografía 2012

Llegó con su sonrisa envolviéndolo todo de aire fresco. En aquella bolsa blanca Virginia traía sus mandiles y sus camisetas limpias. Había vuelto, tal y como prometió, pero ambas sabíamos que no sería para siempre, así que la dejé partir, pues sabía que ahí fuera estaba su felicidad. Algún día yo sería feliz con ella ahí fuera…
Posó la bolsa sobre la barra y entre juegos de palabras cruzadas, no podía dejar de pensar en todas las despedidas a las que me tuve que enfrentar a lo largo de mi corta vida.

Cuando era pequeña creía que las peores eran las de papá, cuando se presentaba en el colegio suplicando una segunda oportunidad para ablandar los corazones que anteriormente él mismo había maltratado.
Con el paso del tiempo aprendí que las peores despedidas son aquellas que sumen tu vida en un sinsentido.
La partida de aquel hombre no sólo nos ayudó a seguir adelante, sino que nos enseñó todo el coraje y la valentía de la que disponía mamá para sacarnos adelante, aunque yo personalmente tardara en comprender su partida. Fue una bendición, por eso no fue duro aprender a vivir sin él. Fue un alivio.
Pero a veces hasta el alivio duele, cuando quien parte deja tras de sí cicatrices que nunca, jamás, podrán borrarse de nuestras pieles…

Virginia se fue con el aire gélido del mes de noviembre.
-No me llames esta noche, que no voy a salir- Me dijo con esa chispa de vida en su mirada.
Sabía que no era un adiós. Por eso la miré tranquila mientras abría la puerta, y ella, como siempre, se despedía haciendo sus típicas payasadas que eran la sal de nuestro día a día.
-¡Hablamos!- Exclamé ya un poco tarde.
El viento se la llevó, y mientras pasaba la bayeta por el mostrador rojo, sólo deseaba que el cierzo me llevara a mí también con ella…