Cap. 6 – Montones de papeles arrugados


Abuela - Dibujo 2012, grafito

- Mamá…
- Dime hija.
- ¿Tú te vas a hacer vieja?
- Sí, Algún día.
- Pero… yo no quiero que te hagas vieja – contestó un poco frustrada.
- Eso no se elige - dijo mamá sonriéndola.
- Y yo… ¿Cómo seré cuando tenga veinte años?
- Muy guapa.
- ¿Tanto como tú?
- ¡Más!
Se miró al espejo mientras se apartaba los caracoles rubios que asomaban por su frente y sonrió, mostrando sus paletos de leche todavía.
- Mamá…
- Qué…
- ¿Puedo pintar con tus acuarelas?
- Sí, pero con mucho cuidado no me las estropees, ¿eh?
- Lo prometo - Contestó con la mirada iluminada.
Mamá sacó de un escondite secreto las acuarelas que algún día, una de las monjas que la crió en el internado donde los abuelos la mandaron para que aprendiera todo lo que ellos no podían enseñarla, le había regalado.
Ahí estaba ese estuche blanco, con la paleta impoluta y todos esos tubos con un dibujo de un oso panda por fuera. Acuarelas en tubo…
- ¡Buah! – Exclamaba al ver aquel tesoro - ¿Me traes folios?
- Toma estos.
Y así, imaginándose una Picasso, una Velázquez, una Van Gogh… pasaba las mañanas de domingo mientras mamá limpiaba la cocina, hacía la comida, tendía la ropa húmeda y se encargaba de que ella no estropeara sus acuarelas.
-Mira mamá, ¿te gusta?
-Mucho.
Una maraña de colores mezclados anunciaba un inevitable panzaburro que a su madre le encantaba. Y a ella también.
Montones de papeles arrugados por el agua se amontonaban cada semana en aquella mesa de cocina vieja donde ella soñaba que cosía preciosos vestidos de época, que era cantante, que era actriz, que pintaba grandes cuadros que luego exponía en los museos más conocidos en todo el mundo…
Montones de papeles…
- ¡Mamá! Aquí hay montones de papeles ¿Cómo los vamos a llevar a la otra casa?
- Tendrás que reciclar, hija, no podemos llevarnos todo eso.
- ¿Cómo lo voy a hacer? – preguntaba entre incrédula e indignada por lo que estaba escuchando decir a su madre.
- Te tapas los ojos y a la papelera de reciclaje - contestó fríamente mamá.
- Pero… son mis montones de papeles… - balbuceó cabizbaja mientras se dirigía a la habitación donde se encontraban sus papeles, sus tablas, sus telas, sus tubos, sus pinceles, sus vinilos, sus aglutinantes, sus carbones, sus trapos, sus espátulas, sus contés, sus pasteles, sus… sueños…
Se sentó tranquilamente en la cama, y empezó por las carpetas de su infancia. Dibujos, dibujos, dibujos… Cientos… Puede que miles… Los pasaba uno a uno e intentaba decidir cuál podría seguir formando parte en su historial y cuál no. Cuál tenía la suficiente importancia como para quedarse perpetuo entre sus carpetas.
-Como vayas uno a uno, hija, no nos mudamos al final.
-Tengo que verlos, mamá.
-Pues… Es que así no vamos a acabar de limpiar la casa.
Agachó la mirada y allí estaban esos papeles arrugados.
-Me dijiste que te gustaban – susurró mientras decidía que esos debían ir al contenedor azul.
Otro papel, otro, otro… Esa tarde miles de sonrisas se escaparon de su boca regresando con cada uno al día en que lo hizo y recordando lo que la empujó a hacerlo así y no de otra manera.
- Mira, las ilustraciones que hice para ese libro que tanto te gusta, mamá.
- ¿El caballero de la armadura oxidada?
- Sí.
- Mira, cuando hacía retratos de perfil y no sabía dónde parar de dibujar la frente - dijo con una sonrisa.
- Esos tíralos que son muy feos.
- Mamá ¿te acuerdas del día que te pregunté si te harías vieja alguna vez?
- Sí, esa pregunta me la hiciste muchas veces - contestó un poco extrañada.
- Creo que ya te has hecho vieja. Te ha dejado de gustar todo lo que antes te encantaba.
- No sé por qué dices eso – contestó sin parar de recoger cosas de la terraza cubierta de aquella habitación.
Mamá estaba siendo sincera: no sabía por qué lo decía. Nunca le habían encantado esos garabatos, ni esos montones de papeles donde la pequeña olvidaba los pormenores del día a día. Pero ella ya era mayor para saber que cuando uno comienza a soñar, nunca debe ser despertado hasta que no llega el momento de abrir los ojos y empezar a caminar para cumplir dichos sueños.
Era la hora de pisar tierra, y comenzar a diferenciar lo que realmente tenía valor de lo que sólo suponía un pequeño apunte de una gran obra de arte.
Pero ella sabía que dichos apuntes siempre eran necesarios. Eran imprescindibles.
Esa tarde anocheció llenando cajas de cartón de montones de papeles que un día abocetaron lo que aquella tarde comenzaría a construir.
En un ritual muy personal, rememoró todo cuanto aprendió, todo cuanto escribió, todo lo que pintó, lo que vivió, lloró, amó, todo en lo que fracasó, y decidió, mientras tiraba al contenedor todos aquellos garabatos y cuentos que escribió durante su niñez, que era el momento de empezar algo grande.
- Moni, tengo que proponerte algo - le dijo su amiga Patricia mientras le daba un sorbo a su café.
- Dime -Sonreí, porque sabía que de la mente de Patricia no se podía esperar nada convencional, pues ella misma no lo era. Era especial.
-¿Por qué no escribes un libro? – Nos miramos y sonreímos.

Cap. 5 - Ira contenida

Abrazos de madera - Fotografía 2012

Era sábado y el ocio la empujaba a escribir en su ordenador guardado en algún rincón de la casa nueva en la que hacía poco vivían.
Con él sobre su regazo comenzó a escribir uno de tantos capítulos que su historia contenía.
A su lado en el sofá estabas tú, tumbado, como casi siempre. Con el mando de la televisión en la mano y con ese tic imborrable en tu pierna derecha. Mirabas la tele, como siempre, con la mirada perdida en alguna parte de tu mente; no la veías, la mirabas ausente.
Ese era tu territorio, como aquella noche años atrás le habías dejado claro cuando ella quiso sentarse en el lado del sofá donde tu acostumbrabas estirar las piernas, y tirándole de los pelos la lanzaste al suelo mientras entre insultos y voces le dejabas claro que ese “era tu sitio”.
Y después una patada, y un puñetazo.
Mientras se cubría la cabeza enroscada en el suelo, pensaba en todos los días que llorando jurabas que nunca serías como papá. Ahora ella tomó el relevo, y se dejó muerta en el suelo. Esta vez no merecía la pena luchar…
En tu ausencia decidió apagar la caja donde tu mente fijaba la vista para viajar a aquellos mundos donde nunca nadie había coincidido contigo. A tu vuelta la furia se desató y regresó a aquel día en que dejó de respirar unos segundos tras aquel golpe desafortunado en el estómago.
-¿Qué haces, gorda de mierda?
Tus insultos ya hacía mucho que no le afectaban lo más mínimo. Pero pensar que en el fondo nunca nada había cambiado… Eso sí dolía.
Ella estaba dedicándote su historia mientras con tu mano increpadora, de nuevo te abalanzaste sobre ella con los ojos bañados en ira.
No te miró. Lo que tuviera que ser que fuera, sabía que luchar contigo no tenía sentido y encima te sentirías satisfecho por haber ganado esa batalla.
-¡¡¿¿Me estás oyendo??!!- le gritó mientras le golpeaba amenazante en el hombro izquierdo.
-¿Qué pasa? – preguntó mamá.
-La gorda de tu hija, que es una caprichosa y una consentida- Gritó.
-¿A ti te ha faltado alguien al respeto? – le preguntó con tranquilidad mamá.
Mientras paseabas nervioso de un lado al otro del salón gritaste: -¡¡¿¿Me quieres dar el mando de la televisión??!!
-Está ahí- susurré sin despegar la mirada de la pantalla del ordenador y preguntándome por qué había decidido dedicarte mi historia, si nunca jamás te molestarías en leerla, si nunca la comprenderías, si nunca la aceptarías…
Ahí estaba el mando de la televisión, en “tu sitio”. Pero la Ira te tenía cegado…

Cap. 4 - Dulces sueños con sabor amargo



Café - Fotografía 2012

Un punzante dolor en la espalda la despertó aquella mañana con lágrimas en los ojos. Se incorporó con dificultad mientras su amigo peludo movía energéticamente la cola anunciando que la hora de pasear se acercaba.
-Hola gordo…- Susurró con dificultad mientras se apartaba el pelo enredado sobre su cara.
Los primeros calambres del día recorrieron sus pies y cojeando llegó hasta la ventana, donde tras levantar la persiana se sumió en el recuerdo de aquel gélido invierno del 2008…
Había aprendido a despedirse de todos los hombres que fueron apartándola de sus caminos, había aprendido a sobrevivir, a adaptarse, a curar sus heridas y a vivir con sus respectivas cicatrices. Pero aún no había conseguido olvidarle a él…
Sonreía ensimismada en la niebla que ese día se había apoderado de la ciudad. Recordaba la melodía de aquella canción que tantas noches acompañó sus caricias, que tantas fiestas amenizó, que a tantos buenos momentos había servido como banda sonora: Sweet Dreams…
Fue tan feliz, que no conseguía borrar de su corazón todo lo que en ese tiempo compartieron.
El cristal se empañaba, como sus ojos perdidos en algún lugar de aquel recién llegado 2011.
-Nunca dije que no te quisiera – dijo contra la ventana sin quitarse aquel día de la cabeza.
Su compañero de aventuras peludo le llevó un paño de cocina en la boca. Sabía que aún le quedaba mucho que llorar y no se entretuvo con un pañuelo más pequeño que más tarde tendría que reemplazar.
Aquellos días tuvo que aprender a asumir las consecuencias de las decisiones que había tomado. No fue fácil dar ese paso y aún hoy, mientras las piernas le flaquean, se pregunta si hizo o no lo correcto.
Su amigo le arañó la pierna una vez para que no se olvidara que estaba ahí, esperando por ella. Lloriqueó un poco, y otra vez, con la otra pata sobre su pierna, y luego con el hocico, hasta que le mordió la zapatilla y la bajó de sus pensamientos.
-Menos mal que te tengo a ti – Sonrió de la manera más triste que León jamás había visto.
Sobre el cristal empañado dibujó un corazón, y dentro, un ocho. Abrió la ventana para que el olor de tantas noches en vela se aireara. El corazón desapareció automáticamente, y comencé mi día con una esperanza perpetua en mi cabeza:
-Quizás algún día el vaho de nuestra pasión nos descubra ese corazón que lleva latiendo desde ese día 8…

Cap. 3 – Aprender a sobrevivir


Cielo - Fotografía 2012

“Adaptarse o morir…” – Recordaba continuamente esa frase de La Tortuga de Darwin, aquella obra de teatro interminable que hicieron sus compañeros de teatro como muestra de final de curso.
Repetidamente le decían lo bien que lo hacía, cómo se adaptaba a los diferentes registros, qué bien se movía en el escenario. Si hacía falta llorar, lloraba… Había llorado tanto que sabía cómo conseguirlo sin dificultad. Sólo tenía que pensar en ti.
Ella se encontraba como pez en el agua metiéndose en la vida de otras personas y representándolas ahí arriba. Sabía que conocer a fondo a sus personajes le hacía crecer por dentro y madurar. Le hacía recordar que siempre había alguien en situaciones peores que la que a ella misma le había tocado vivir, aunque fuera una ficción inventada por un Dickens, un Pirandello, un Shakespeare…
Mientras le resumía brevemente a su amigo la historia de su vida, entre sorbo y sorbo de una cerveza creo que de color tostado, él sorprendido y cabizbajo, quizás por pensar todas las cosas que una persona puede esconder tras su sonrisa, preguntó:
-Y todo esto… ¿lo has superado con la ayuda de un psicólogo, no?
-No, nunca he ido a un psicólogo- contestó ella mientras comía una aceituna.
-No sé cómo lo has hecho…
Sonrió. –Con el paso del tiempo asimilas lo que te toca vivir y te adaptas. Te adaptas o mueres. Aprendes a sobrevivir y a vivir evitando que la historia se repita una vez más con las generaciones venideras-.
Agachó la mirada. Él lo notó y entonces le preguntó por ti.
-Bueno… eh… -Balbuceó. –Esa es otra historia…
-Ya, ya… Ahora es cuando me hablas de drogas, y demás…
Se quedó muda. Un nudo le ató la garganta tan fuerte que no supo si quería contestar. No tenía derecho a contar una historia que no era la de ella… Aunque… Sí… era de ella también, pero vista desde otro punto muy diferente al tuyo: el opuesto.
Tomó aire mientras hacía memoria y guardando la compostura delante de su amigo le dijo:
-Cambiaría mi vida por la suya sólo para que viviera una pequeña parte de lo que yo he vivido, con la alegría que yo lo he vivido, con el amor que lo he sentido y con la ilusión e intensidad que lo he recordado. Sólo con que viva una décima parte de eso me conformo. Y yo me quedaría con su vida.
Él la miraba mudo y asentía con la cabeza.
Ella sabía que a pesar de tener que vivir lo que tú has vivido, hubiera sabido afrontar todas esas tempestades sin tener que hacerte daño a ti, a mamá, a todos cuantos tuviste en vilo durante tanto tiempo. Por eso estaba dispuesta a recibir todos los golpes tú recibiste, los insultos y ofensas que aguantaste… Estaba dispuesta a que fueras tú quien les arrancara las sonrisas y a ser ella quien se debatía entre la vida y la muerte…
Deseaba cambiar vuestros roles. No se trataba de una simple obra de teatro en la que ella te interpretaría. Lo sabía, y estaba segura de seguir adelante si una de las hadas madrinas de sus sueños le hubiese concedido tal deseo.
-Adaptarse o morir… -Susurró una vez más.
No ha podido parar de pensar qué hubieras llegado a ser si papá no te hubiese convencido de que eras un inútil, un tonto, de que no valías para nada. Te adaptaste cuando tuviste que rebelarte, y acomodado en el puesto que te hicieron creer que tenías que desempeñar, te convertiste en el monstruo que tantas veces juraste que ibas a combatir.
-No, nunca he ido a un psicólogo- contesté mientras comía una aceituna. –Mi terapia fue el arte. Me refugiaba entre los blocs, entre los pinceles, entre las acuarelas de tubo de mamá, me refugiaba soñando que era otra persona a la que nunca le pasaba nada salvo la Felicidad. Mi terapia fue escribir lo que siempre deseé ser para que nunca se me olvidara dónde quería llegar.