La Historia de La Fábrica de Sueños

Montaje fotográfico 2014

Quizás era un problema de consciencia.
La fábrica de sueños nunca cerraba, siempre tenía sus puertas abiertas para quienes deseaban entrar a soñar libremente. Quien prefería entrar a sonreír o simplemente a saludar, también era bienvenido. En esa fábrica se trabajaba cada día de forma continuada con un solo objetivo: que nadie se quedara sin poder palpar sus sueños.
Los materiales que allí se usaban respetaban totalmente el medio ambiente, porque había quienes soñaban con un mundo más sano donde respirar aire libre; libre de odios y rencores, de malos humos, de soberbia... Ya sabéis, todo eso que contamina nuestro pequeño planeta. Por eso siempre se trabajaba con amor, con ilusión, con esfuerzo, con empeño, con imaginación, con dedicación, compañerismo… entre otros materiales no contaminantes.
La fábrica de sueños llevaba trabajando muchos años antes de que yo la conociera. Afortunadamente para mí, siempre fui una gran soñadora, por eso un día acabé llegando a las puertas de aquella especie de cabaña que poco se parecía a las fábricas convencionales que yo había visto en los polígonos industriales de las ciudades que un día visité.
Yo estaba soñando el día que abrí su minúscula puerta de madera que dejaba entrever el interior. Y muy amablemente, me dieron la bienvenida todos aquellos que como yo estaban allí, viendo cómo sus sueños se cumplían. Entonces vi con mis propios ojos cómo uno de los sueños que más se repetía en mi alocada cabeza se estaba haciendo realidad. Fue un momento muy especial…
Cuando desperté algo había cambiado en mí, pero a mi alrededor todo continuaba su serena y gris rutina. Era como si el tiempo se hubiera congelado y yo siguiera en movimiento.
La fábrica de sueños…
Y comencé a trabajar. Ya se sabe que antes de ofrecer un producto al cliente uno mismo debe probarlo antes, así que todo lo que se apelotonaba en mi corazón y desbordaba mi mente lo fui enfocando a mí misma, para conocer los resultados a través de la reacción del cliente cuando conociera el producto que yo iba a ofrecer. Y para comprobar si realmente ese sueño era o no por fin una realidad.
¡Uf! Si… Los comienzos son difíciles para cualquier empresa que empieza a emerger, yo no iba a ser menos. Pero yo confiaba en mi sueño, y confiaba en que si existía una “Fábrica de sueños”, es porque realmente se podían llegar a hacer realidad.
El pequeño espacio donde me dedicaba a estudiar algo que aún no comprendo se fue convirtiendo, poco a poco, en mi pequeña oficina llena de Ilusión. Allí (aquí) los sueños brotaban solos, y las ideas para realizarlos ni siquiera se hacían esperar. Cada mañana me despertaba con una cosa más que hacer, un sueño más que crear, una sonrisa nueva que dibujar…
Empecé a recibir encargos llenos de Ilusión, por soñadores que en algún momento dejaron de creer en sus posibilidades, o que simplemente no tenían tiempo en un mundo gobernado por personajes vacíos de contenido que no sólo no saben soñar, sino que no dejan que otros lo hagan.
Los soñadores podrían acabar con el patético mundo que estos personajes han creado con sus palabras barnizadas con una pintura que con el tiempo se vuelve gris, y eso no les interesa, motivo por el cual con su verborrea disfrazada azotan nuestras cabezas, pero lo peor es cuando azotan nuestros corazones.
Todo iba bien, La Fábrica de Sueños siempre estaba presente en mi vida, recordándome lo importante que es hacer felices a los demás haciendo lo que más te gusta. Pero un día apareció un hombre con traje gris para hacerme un encargo, y yo, que no le niego un sueño a nadie, me comprometí con un proyecto que parecía en su comienzo factible. Poco a poco el sueño de ese hombre me iba absorbiendo el tiempo, las fuerzas, las ganas... y mi pequeña oficina empezó a perder su color para entonarse como el polvo que día tras día se iba acumulando allí (aquí). Por las noches la Fábrica de Sueños ya no estaba abierta, dentro sólo se adivinaba oscuridad, y un gran candado oxidado me impedía acceder a su interior. Para intentar crear un hilo conductor entre aquella vieja caseta abandonada y mi alma, escribí en el cabecero de mi cama: “Voici, l’usine de rêves”. “He aquí, la fábrica de los sueños”. Pero eso no funcionó. Me lo escribí en mi cuerpo. Nada.
Pasaban los días, los meses, intentando encontrar cómo completar el sueño que un hombre con traje gris hacía mucho que me había encargado. El cielo se me caía encima pensando que había sueños imposibles de alcanzar. Y poco a poco, dejé de dormir, ni siquiera buscaba ya la vieja caseta que un día iluminó mi vida. Mi oficina estaba llena de bloques de libros cuyo contenido narraba algo de la historia, quizás algo de arte, no sé muy bien el qué, y todo cuanto un día creé, lo fui guardando, porque me molestaba.
Pero todo pasa por algo, dice una gran compañera espiritual, y un día la enfermedad vino a avisarme.
Desde la cama donde reina la inscripción antes mentada, lloré los días de nieve, los días de viento, los días de sol, por no poder levantarme, no poder hacer si quiera la intención de incorporarme para poder finalizar el encargo que hacía casi un año se me había pedido y no era capaz de realizar. Y mi cliente me exigía su producto con despotismo, sin concederme un momento de descanso, sin un ápice de comprensión, y exigiendo cada día más sin ofrecer nada a cambio: ni una sonrisa sincera.
Mamá cada día abría las cortinas de mi pequeña oficina apagada para que el sol iluminara lo poco que quedaba ya de color en su interior. Y un día, embriagada por los calmantes que quitan el dolor del cuerpo pero no el del corazón, la volví a ver. Allí estaba la Fábrica. Me agaché a mirar por los huecos que tenía la puerta y todo estaba oscuro. El candado seguía puesto. Cuando me reincorporé, algo frío chocó contra mi pecho: era una llave. Abrí la puerta, todo se iluminó. En el rellano podría decir que había un cúmulo de una veintena de papeles. Cogí uno y leí: “7 de mayo de 1992. Deseo que mamá me deje sus pinturas de tubo”. Cogí otro: “7 de mayo de 1996. Deseo con todas mis fuerzas estudiar esa carrera donde pintas y dibujas todos los días”. Otro más: “7 de mayo de 2005. Deseo que mis miedos desaparezcan durante la carrera”. Otro: “7 de mayo de 2013. Deseo viajar por el mundo dibujando sonrisas”. Uno tras otro, aquellos papeles tenían escritos los deseos que había pedido cuando soplaba las velas de la tarta de cumpleaños. Levanté la mirada y allí estaba todo lo necesario para ponerse manos a la obra y empezar a producir. Sonreí llena de luz por primera vez en mucho tiempo.
La Fábrica de Sueños reabrió sus puertas el día que yo comprendí que los hombres grises existen para aprovecharse de todos los que como tú y como yo, soñamos cada día con un mundo en el que se puede respirar aire LIBRE. Porque por lo general, quien sueña, lucha.
Comprendí que cada uno es su propia fábrica de sueños, pero hay quienes necesitan concienciarse de que de su cuello cuelga la llave que abre la puerta que espera impaciente ser abierta en su interior por cumplir aquellos deseos que un día pensó, imaginó, suspiró… y nunca se atrevió a realizar porque al lado había alguien vestido de gris que osó decirle que era imposible.
-                 “Aquí hay un problema de consciencia”- me dijo aquel hombre cuando le dije que sólo él con su esfuerzo y su trabajo podría cumplir el sueño que a tantos soñadores como yo les había ido encargando sin éxito ninguno. - “Desde luego que sí”- le contesté. - “Éste es tu sueño, no el mío, pero aún no eres consciente”-
Cortésmente me despedí, y antes de cruzar la puerta que separaba su vida y la mía, me giré y le dije: “soy Mónica, la Fábrica de Sueños”. Hice una reverencia y me perdí en el tumulto de la gente de cuyos corazones se desprendía un calor primaveral que casi anunciaba el verano en los árboles frutales que rodean mi pequeña Fábrica.