Por eso te quiero tanto...


Fotografía, 1992


Tú nunca querías darle tu corazón al Niño Jesús cuando mamá nos hacía rezar el “Jesusito de mi vida” antes de dormir. Y siempre fuiste muy sincero: “Yo no le quiero tanto como para darle mi corazón”. Ella, acostada a tu lado en aquella cama de sábanas con motivos florales azules, se enfadaba: “¡Que se lo tienes que dar! ¡Que lo dice la oración!”. Pero tú nunca cediste, y ella nunca lo entendió. Discutíais el final de aquella frase que ella repetía de coletilla desde que se la enseñaron, sin reparar en lo que significaba aquello, hasta que mamá o tía venían desde el otro lado de la casa donde vivisteis los años más felices de vuestras vidas y te decía que había que darle el corazón a ese tal Jesús. Entonces era cuando tú te enfadabas y ella quedaba satisfecha sabiendo que tenía la razón. Pero el tiempo te la acabó dando a ti.
A la puerta de aquella tienda de color verde, como tus ojos cuando les da el sol del Este antes de que nos llegue al Noroeste, entre cajas de fruta vacías que ordenabais de forma estratégica, los vecinos veíamos flotar las inquietudes de dos niños que tienen mucho que ofrecer a quienes os rodeaban. Y yo, personalmente, envidiaba a vuestro abuelo, que tantas veces me arregló la vieja bicicleta roja de freno de varilla mientras tú le ayudabas sentado en uno de esos taburetes de madera junto a la estufa que una vez te susurró algo al oído.
Subíais y bajabais la calle que daba a la plaza, montados en la misma bicicleta azul que tantas risas transportó. Y creo que también algún que otro cacharrazo que más de un susto nos dio.
Ella siempre hacía lo correcto. Tú siempre investigabas por encima de cualquier norma impuesta. Eso hizo que tuvierais más de una disputa pueril que acababa siendo solucionada con un mordisco para hacerla gritar por algo y que te dejara tranquilo.
Viajasteis en cohete y pisasteis la luna. Creo que llegaste a tocar una estrella mientras ella te esperaba entre los sueños que los habitantes del planeta Tierra lanzaban al universo mientras dormían. Construisteis casas de mil colores y olor a pera. Destrozaste los rotuladores que ella cuidaba con mimo en ese primer cajón de la mesita donde todo valía: desde un chicle de hacía una semana hasta un destornillador que te quiso abrir los ojos.
Condujisteis el mismo triciclo, saludasteis a los mismos gigantes y cabezudos, lanzasteis la misma piedra y os caísteis en la misma baldosa que cubría aquel reguero que atravesaba el pueblo. Y ahora, a la puerta de aquella tienda que una vez fue verde como tus ojos, hay un cartel que dice “se vende”.
Hace tiempo que retiré ya mi vieja bicicleta roja de freno de varilla que vuestro abuelo tantas veces arregló. De vez en cuando miro las fotos y se me escapa una sonrisa recordando aquellos buenos ratos que nos hicisteis pasar las noches de verano que salíamos “al fresco” y la acera de aquella tienda se convertía en un escenario perfecto para construir cualquier cosa o imaginar cualquier situación. Tú siempre fuiste de ciencias, te gustaba andar por el espacio. Y ella nunca bajó de la nube que le acercaba un poquito más a ese espacio tuyo.
Te escribo esta carta porque un día leí en una servilleta de bar de pueblo que ella se dedicaba a reparar alas rotas, y quise saber a qué se refería con eso. Me dijo que cuando era pequeña le regaló el corazón a un desconocido sin saber lo que hacía, y ahora ella se dedicaba a recuperar los corazones de quienes también regalaron el suyo, pero no tuvieron la suerte de tener a alguien como tú a su lado.
Felicidades…

Redactando recuerdos

Tarjetas de visita, 2014


La niebla apenas nos dejaba acertar del color que vestían aquella tarde nuestros ojos, pero en su forma de hablar adiviné la pena profunda en la que estaba sumida su alma.
Al otro lado de la taza de un té más rojo que el rojo con el que un día me pintaron el corazón, dijo en tono confidente que lo único que sabía era que la vida le debía algo. En ese momento comprendí por qué sus ojos tenían algo especial.
Eran las cinco de la tarde y como siempre, rogabais a mamá que os acompañara al parque que había debajo de vuestra casa. Nunca llegasteis a comprender los miedos que ella albergaba porque vuestros ojos sólo llegaban a ver a una distancia prudencial, la de dos niños de siete y diez años. Pero con el tiempo comprendimos que la infancia que creíamos robada injustamente, nos fue devuelta entre sus brazos colmados de calor.
Aún me acuerdo de tu camisa de cuadros que años más tarde heredé y de aquella chupa de borreguito que mamá te ponía con tanto cariño para que no cogieras Tristeza al salir de casa. Tu pelo rebelde anunciaba tu personalidad desde bien pequeño.
A veces quiero olvidar pero no puedo, y las lágrimas que te hacía derramar aquel hombre bajo un apodo ya fuera de lugar, aún destiñen una mitad de mi corazón que siempre fue tuya. Y con el tiempo se me decoloró el amor, y te fuiste difuminando, y te fui perdiendo…
Anoche soñé con las fotos que mamá nos hacía para inmortalizar aquellos años en los que disfrazábamos nuestros golpes con sonrisas marchitas de miedo. Y sonrío. Al menos esos días te tenía conmigo siendo más tú que nunca.
Le dí un sorbo a mi té. No le quería mentir. Hace tiempo comprendí que lo que la vida te roba jamás te lo devuelve, pero el mismo tiempo que te hace comprender eso te demuestra que te recompensa dicha pérdida con otros gestos, con otras personas, con otros sentimientos, con otros colores…
El sol se aventuró a hacerse un hueco entre la niebla, y pude ver que igual que tu pérdida me dejó medio corazón gris, la Pena en la que se sumía su alma había desteñido uno de sus ojos y avanzaba intentando adueñarse del otro.
Tras un té verde como verdes eran tus ojos, le dije en un hilo de voz que de lo único de lo que estaba segura era de que encontraría en unos brazos colmados de calor la compensación a todo lo que creía injustamente robado. Y en ese momento comprendió por qué mi corazón tenía algo especial.

Alas Rotas


Tarjeta de visita, 2014


Aún recordaba aquella casa enmoquetada de lejanía. Aún podía sentir el olor peculiar a tristeza cuando subía peldaño a peldaño aquellas escaleras que le acercaban cada día un poco más al cielo donde reposaban sus sueños. Pero todo era diferente ya, salvo la niebla que humedecía sus mejillas coloradas de la vergüenza de haber dejado atrás aquella vida tan dura pero tan enriquecedora que yo le ofrecía.
Parecía un viaje eterno. Eterno como los ojos que buscaba cada día en su largo vuelo en el que no encontraba dónde parar a descansar sin que el viento, cargado de inseguridades, la zarandeara. Y no encontró nada mejor que tu sonrisa.
Atrás quedaban aquellos prados inspiradores que llenaron cientos de hojas en blanco que un día un soñador, quizás tan perdido como ella, quiso titular “Alicia en el país de las maravillas”. Atrás quedaban aquellos suspiros embriagados de sinsabor. Atrás quedaban aquellos ojos azules que un día le sirvieron de espejo. Atrás quedaba ella misma antes de que nadie la hubiera conocido. Atrás quedó todo lo que anclaba sus pies a la tierra como las raíces de esos árboles milenarios que, sin saber por dónde avanzar, se apoderan del terreno ajeno y desolado que agarra sus raíces para sí con egoísmo. Con egoísmo me la hubiera quedado para siempre…
Le ofrecí el mar. Le ofrecí el canto de la Libertad. Le ofrecí el más verde color esperanza con el que jamás su alma hubiera pintado. Pero prefirió tu sonrisa. Y se llevó las alas que con mis lágrimas yo misma le zurcí.
Era noviembre y a pesar de todo brillaba el sol, no sólo en mi cielo, sino también en su corazón, que latía cada vez más deprisa por saberte un poquito más cerca de ella. La vi subir en aquel autobús lleno de soledades sin contar, y nunca jamás volvió al país de las maravillas, donde cada calle guarda ahora una de sus carcajadas, la mejor de sus lágrimas y posiblemente algún resto de grafito más afilado. No sé qué hice mal. Quizás no debí reparar sus alas, pues me la llevaron lejos de aquí. Quizás nunca debí mostrarle ese horizonte que a ella le gustaba contemplar con la mente en blanco sentada en la comisura de mi sonrisa mientras sujetaba entre sus manos la libreta que tú le regalaste. Quizás nunca tuve esa cálida sonrisa que cada día le daba fuerzas para seguir lejos de ti… No lo sé.
Ya han pasado dos meses sin ella. Se fue el día nueve, como el nueve en el que tú tanto crees. Y aunque sigue buscando unos ojos donde parar a descansar sin que el viento la zarandee dañando sus alas nuevas, ella siempre se quedará con tu sonrisa.