... y calla

Fotografía 2013


-  ¡Come y calla! ¿Sabes lo que es comer y callar? ¿eh? ¡Comer y callar! – espetó aquel hombre a la que parecía su hija, una niña morena que no debía tener más de 5 años, bajo la mirada entristecida de la que suponía era su mujer.
Su hermano, más pequeño que ella, al otro lado de la mesa de aquella tetería que anunciaba algo de calma en el centro de la ciudad, tocaba una banda sonora con la cucharilla sobre el plato donde hacía un instante aún quedaba un trozo de croissant a la plancha.
La niña no levantó la mirada de su chocolate. Su madre no dijo una palabra fijando la vista en la mesa. Ella contemplaba aquella escena sumida en el olor a recuerdos que aquel té que el atento camarero le había servido rezumaba.
Odiaba la comida que hacía aquella mujer ruda y basta. Masticaba, masticaba, se le hacía una bola enorme en la boca, pero no era capaz de tragar. Era entonces cuando aprovechaba para lanzarle las ofensas que cuando eres pequeño tanto duelen y te marcan en lo más profundo de tu corazón aún desprotegido por la falta de experiencia.
-  Pues no sé de qué estás tan gorda si no comes – decía mientras masticaba sin descanso aquella carne de caza que apestaba y limpiaba con la mano los restos de aceite que se escapaban de sus fauces y se precipitaban por su mentón arrugado.
Papá nunca dijo nada. Ni para defenderla, ni para exigir a aquella mujer un mínimo de respeto. Nada. Sólo le decía: -¡Come! Y cuando ella trataba de decir que no le gustaba seguía gritando: -¡Come y calla!
Así pasaron muchos años de insultos y menosprecios que trataba de evitar poniéndose siempre enferma los viernes que por custodia le tocaba ir con papá a aquel pequeño pueblo olvidado donde siempre hacía frío. Pero sus enfermedades nunca fueron lo suficientemente importantes. Siempre acababa allí, en aquel lugar donde el parecido tan evidente que tenía con mamá debía ser castigado a cada instante.
No importaba lo guapa que dijeran las vecinas que fuera. – Está gorda – acababa siempre diciendo ella a modo de chiste, haciendo presente en cada momento la brusquedad y poca falta de finura que la caracterizaban.
Las nietas de las vecinas siempre eran mejores. Hasta cuando se licenció en la carrera que siempre había deseado, tuvo tiempo para preguntarle si eso le servía para algo.
Se tomó el último sorbo de té ya frío. La niña se giró sobre su asiento y le regaló una sonrisa. Ella la correspondió sonriendo a su vez.
Absorta por los viandantes que pasaban frente al ventanal de aquel lugar recogido del vaivén de la ciudad, sonreía con discreción, recordando el último día que vio a esa señora a la que nunca fue capaz de llamar abuela.
Lo bueno de alcanzar cierta edad es que ya no tienes que dar explicaciones de muchas acciones de tu vida, ni tampoco la obligación de cumplir con los demás. Eso la hacía libre, y libremente había decidido no volver a aquel pueblo donde no se le había perdido nada más que la dignidad que el último día recuperó.
-  ¿Ya marcháis? – preguntó a papá, que apuraba el último cigarro antes de entrar en el coche.
Afirmó con la cabeza.
-  Pues hasta la vista – vociferó mientras intentaba acercarse a ella para abrazarla. Siempre seguía el mismo ritual para las despedidas.
Se quedó quieta. Le latía el corazón a mil… ¡no! A dos mil por hora. La sangre rápidamente le había subido a las mejillas, como siempre le pasaba cuando alzaba la voz en público. Y de repente, pasó:
-  Claro que mi carrera sirve para algo. Para soñar. Pero usted nunca sabrá lo que es eso, porque a lo único que dedica su tiempo es a ir a misa y a tirar por la borda los planes de los demás. Aún así debo agradecerle todo este tiempo de menosprecios y zancadillas, porque he aprendido que a lo largo de mi camino encontraré mucha gente como usted, que faltos de ilusiones deciden truncar las de los que sí las tenemos. Pero ni usted ni su Dios van a conseguir que pierda las ganas de luchar por mis sueños, esté gorda o no, pues la gordura se pude corregir pero usted nunca será persona hasta que no tenga la capacidad de ponerse en el lugar de los demás y respetar aquello que la rodea, empezando por sí misma – se metió en el coche y cerró la puerta.
Papá arrancó y preguntó: -¿Te despediste de tu abuela?
-  Sí - susurró mientras bajaba la ventanilla y respiraba el inconfundible aire de la libertad con una rechoncha sonrisa de oreja a oreja dibujada en su cara.

7 de mayo

Fotografía 1993


Había pasado la peor noche en mucho tiempo, como aquellas en las que esperábamos a los Reyes Magos y con la emoción del momento no sabíamos si esperar despiertos a que llegaran o intentar dormir para que entraran de una vez por la ventana. Vuelta tras vuelta no era capaz de conciliar el sueño.
Cuando el despertador sonó no le costó ponerse en pie. Levantó la persiana y vio que el día había amanecido nublado, indeciso. A veces llovía, a veces no. Como ella.
En la cama aún dormía el hombre que le iba a dar la vida que todo padre deseaba para su hija. Sin despertarle bajó a desayunar con dificultades. Se sentía más pesada que nunca.
En la cocina aquella mujer ruda preparaba ya la comida de un día de fiesta en ese pequeño pueblo olvidado donde siempre hacía frío.
Mamá se sentó al calor del brasero.
El día transcurrió como todos los días allí, contemplando por el ventanal de la cocina caer las goteras sobre las piedras del patio, donde los gatos que iban a comer las sobras de la comida se resguardaban bajo el guardabarros del tractor que descansaba tras una semana de duro trabajo. En el gallinero no había movimiento. El perro dormía enroscado junto al pajar. Las flores de mayo temblaban al ser golpeadas por la lluvia, como ella cuando salía del calor del brasero.
Cuando la lluvia paró fue contigo a dar un paseo por las calles empedradas, tristes y desoladas de aquel lugar donde nada era acogedor. Ni siquiera la pequeña plaza donde había un parque infantil escaso de alegría.
Fuera no hacía frío, así que llegasteis casi hasta la orilla del río, donde ella ahogaba sus penas y tú disfrutabas viendo los cangrejos levantar sus pinzas al aire.
De nuevo en casa empezó a encontrarse mal, pero tú no podías hacer nada y el hombre que iba a hacerla feliz estaba en el bar, como siempre.
Yo sólo deseaba hacerla sonreír, así que me empecé a inquietar por no poder estar a su lado. Y cuanto más me inquietaba yo, peor se encontraba ella, así que pensé que lo mejor era no dilatar mi presencia.
Eran las dos y media de la madrugada. El calendario ya marcaba 7 de mayo cuando entre toallas, mamá me recibió empapada en sudor. Y sonrió. Sabía que mi visita le haría sonreír.
Estábamos solas en aquella habitación blanca. Nadie nos molestaba, nadie nos observaba. Hacía calor. Entre los brazos de mamá nunca hacía frío.
Y mientras ella me pasaba su mano enorme por la frente, yo intenté acariciarla sin mucho éxito.
Y mamá por fin durmió, mientras en aquel gélido pueblo olvidado el ruido de las copas y la verbena no dejó que aquel hombre que nunca la hizo feliz escuchara el primer latir de mi corazón.