Cuestión de valentía

Serie Árboles de la Vida - Tinta 2014

Con los ojos marrones más cristalinos a través de los que he mirado jamás, derramó las lágrimas que todo ser humano tarde o temprano derrama alguna vez: lágrimas de amor. A mí me gusta más llamarlas lágrimas de realidad. Sea cual sea su nombre, lloró por aquel que, sin tener las ideas muy claras y el corazón un poco podrido de quererse a sí mismo, acababa de perder a la mujer que posiblemente más le había querido aunque él ni siquiera hubiera percibido ni la mitad de la energía con que ella suspiraba cada día por su boca.
Sin comprender el por qué de aquel desprecio repentino, con aquel enredo de recuerdos en su estómago y la impotencia de no tener siquiera una oportunidad para expresar lo que llevaba dentro, se derrumbó como las torres más macizas que, con un simple vaivén en el suelo que las sostiene, caen sin esperar a que todo vuelva a su lugar.
Nunca la vi llorar. Nunca la vi descuidando la armadura que protegía su corazón. Nunca la vi caer. Salvo hoy.
Sin tener ocasión de haber podido mirar a través de los ojos de quien hirió a quien ya formaba parte de mi vida de alguna manera inesperada, supe sólo con ver cómo él la miró, que hay corazones que no tienen suficiente capacidad como para abordar un torrente de emociones como ella lo era. Pero a veces nos empeñamos en retener entre las manos el agua que, siguiendo su curso natural, se escabulle entre nuestros dedos sedientos de retener lo que nunca nos perteneció.
A mí me hubiera gustado tener la frase perfecta para calmar su pena. Me hubiera gustado tener entre mis brazos la medicina que le hiciera ver que existen muy pocos corazones que puedan abordar un amor tan grande como el que ella estaba dispuesta a entregar. Y quisiera hacerla entender que hoy en día la valentía de dejarse querer sin miedos ni dudas apenas se da entre la raza humana. Ella, evidentemente, era una excepción, pues aún sabiendo que dolería, estaba dispuesta a quererle por encima de todo. Pero no todos corremos el riesgo de pasarlo mal, aunque eso implique ser muy feliz por el camino, y nos acomodamos en la rutina anodina que, sin robarnos una sonrisa decente al cabo de la jornada, nos aporta la seguridad de tener un futuro tranquilo, pero tan predecible que a veces da miedo a quienes, como ella, nos gusta arriesgar para sentirnos vivos.
Con los ojos marrones más cristalinos a través de los que he mirado jamás, abrió el enlace de aquella página de blog olvidada por aquellos que un día desearon ser el protagonista de alguna de esas historias, y leyó la última entrada que desde este ordenador una conocida con derecho a amistad le escribió con la esperanza de calmar el dolor de su desilusión y de avivar esa sonrisa tímida que un día robó su corazón.
Y sonrió.

Pañuelos de papel

Sin título - Tinta 2014


Cuando acabó, arrugó el pañuelo de papel y lo volvió a posar en la mesa donde se amontonaban cada día más libros llenos de sueños muy difíciles de fabricar pero imposibles de abandonar, y allí donde cayó se encontró con un par de libras y algún que otro penique que habían sobrevivido a su viaje al interior de la vida. Sonrió todavía con la nariz del color que dicen que tiene el Amor, y abrió la libreta donde guardaba tu carta. Pero no la abrió.
Cogió el bolígrafo que con esperanza había rellenado cada una de las páginas de aquella libreta, y comenzó un nuevo día que pasaría a formar parte de su historia.
Con los pies empapados de recuerdos y la cabeza iluminada por aquella guirnalda que le acercaba cada día un poquito más al cielo, no pudo evitar acordarse de ti.
Me había prometido, cuando aún el verano nos iluminaba la razón, que jamás sería capaz de amar a nadie más. Me juró ahogada en las lágrimas más amargas que nunca he visto derramar que había perdido la fe en la raza humana. Y su llanto me hizo llorar a mí también porque de algún modo yo formaba parte de aquellos en quienes ella había dejado de creer. Lloramos juntas aquella noche. Ella por fuera, yo por dentro. Hasta yo me sentí decepcionada y engañada aquella noche. Podía comprender su agonía.
A su regreso aprendí algo muy importante sólo con verla sonreír cuando salió del portal y la abracé: la distancia no hace el olvido, pero ayuda a curar viejas heridas.
Me contó que el salitre del mar escocía, y que la soledad a veces puede convertirse en nuestra mejor amiga si sabes el tipo de compromiso que adquieres con ella. Yo era feliz, porque había vuelto, y ella parecía haberse deshecho de los fantasmas del pasado, que tan a menudo nos visitan cuando estamos a punto de empezar un nuevo ciclo de nuestra vida.
A medida que la luz del sol se iba apagando, aquella guirnalda iluminaba mucho más su sonrisa. La sonrisa que tú habías conseguido encender después de tantas lágrimas que acababan siendo enjugadas en un pañuelo de papel antes de llegar a regar su corazón. Cuando acabó, volvió a aquel nueve de septiembre en el que le habías dedicado aquellas letras tan hermosas, y releyó lo que había escrito. Ahí estaba tu carta. Yo deseaba que volviera a abrirla. Pero no lo hizo. Creo que tenía miedo a volver dejarse engañar. A veces se siente mucho y se hace poco. A veces se ama mucho y no se arriesga nada.
Allí recostada, en su fábrica de sueños, con la libreta sobre el pecho y el bolígrafo sujeto por la comisura de su felicidad, pensó en ti y en todos los días que te quiso olvidar mientras el frío se colaba por las ventanas de un sótano marchito. Fue en ese preciso momento en el que comprendió que dedicó más tiempo a olvidarte a ti que en recordar a quien un día quiso más que a su propia dignidad.
Pude sentir el escalofrío que recorrió su cuerpo al recordar tu sonrisa. Y también el miedo que empezó a emanar de aquel bolígrafo a partir de ese día, porque sabía que se estaba enamorando de un corazón que jamás la pertenecería.
Entre el desastre de libros llenos de sueños imposibles de abandonar, encontró, junto a un par de libras y algún que otro penique, un pañuelo de papel arrugado húmedo aún del desatino del corazón que se enamora sin razonamiento alguno. Y empapó sus lágrimas de pasión en él, antes de que regaran su corazón y empezara a florecer…

Telas de Miedo

Boceto - Grafito 2014

Se quitó los calcetines negros de la rutina que le dejaban los pies siempre llenos de cansancio entre los dedos. Se sacudió un par de veces sin éxito, y de camino a la ducha iba dejando los restos de una larga jornada a su paso por aquel pasillo enmoquetado de soledad.
Cada día la misma rutina. La misma gente. El mismo despertar alejada del sol. Cada día al volver a casa el mismo sudor que empapaba su espalda dolorida de recuerdos le regalaba un estremecedor escalofrío que le hablaba más alto que el canto de las gaviotas sobre los tejados deteriorados por el salitre del mar.
Un día tras otro el mar. Un día tras otro la lluvia. Un día tras otro un día más que era también un día menos en su diario de “Sueños para fabricar”. Y el reloj parecía un ladrón que le arrebataba los días al calendario, lleno de polvo, que confiado seguía pensando que el frío mes de diciembre quedaba aún muy lejos de allí.
Sobre la cama un polo negro, unos pantalones negros que la rutina había manchado con las abrasadoras gotas de la desilusión y el mandil, descansaban hasta la mañana siguiente. Y mientras, ella en silencio, se reencontraba cada día con el recuerdo de tus ojos también negros; con el recuerdo de tu sonrisa; con tu olor a Charlotte.
En un butacón lleno de historias que contar reposaban cinco libretas aún por completar, tres libros por leer y una vida por contar. A la luz de las velas abrió aquel cuaderno que le devolvía cada día un poquito ti. Y escribió. Y dibujó. Y soñó…
El sol se escondía cada vez antes, pero a veces las lágrimas se le adelantaban, y el arco iris le recordaba, metida en aquel sótano en el que apenas entraba la Esperanza a través de aquellas ventanas protegidas por las telas tejidas por el  Miedo, que hasta de la tristeza se pueden sacar obras de arte muy hermosas. Y pensó en ti. Y sonrió por ti. Y lloró sin ti.
Estaba descalza el día que la conocí. Dibujaba, junto a una estatua de madera que había en el paseo, el paisaje bucólico que nos envolvía a cuantos pasábamos por allí. No levantó la vista de su cuaderno hasta que yo la interrumpí. Y en sus ojos adiviné la Soledad y la Pasión. En sus manos sujetaba un puñado de Ilusiones de colores ya sin punta. Me sonrió, como cuando me sonreías tú al ponerme el café cada día, como cuando se te acaban los recuerdos y tienes que usar la imaginación para volver a ese lugar del que un día huiste.
No hablábamos el mismo idioma pero compartíamos una ilusión: volver a tenerte cerca.
Ella se quedó allí, intentando imaginar cómo sería volver a tenerte entre sus brazos mientras cada día, el cansancio se acumulaba entre los dedos de sus helados pies y escribía una libreta azul para no olvidar nunca todo cuanto compartisteis.
Yo decidí volver, porque me di cuenta de que cuando amas con todo el corazón, no se puede sobrevivir de la Imaginación. E imaginarte no era suficiente para mí.
A veces pienso en ella. Me pregunto si seguirá yendo a ese paseo a dibujar. Si seguirá trabajando en aquel hotel de dos estrellas tan familiar. Y cada día que te veo sonreír la recuerdo a ella con sus Ilusiones en la mano y la Pasión en su mirada. Y no sé si la cobarde fue ella por quedarse allí o fui yo por venir donde todo me recuerda aquellas telas tejidas por el Miedo que no dejan entrar la Esperanza en nuestros corazones…

Zumo, té, café...


Autorretrato - tranfer
No había nada peor para ella que ser consciente de la realidad y no querer creérsela. Pero ya sabes cómo somos a veces, que nos gusta ser esa persona especial en la vida de alguien que sólo tiene hueco para sí mismo en su vida. Y nos machacamos pensando que algo no estamos haciendo bien porque sus suspiros no los provocamos nosotros; porque no somos con quienes desean compartir sus experiencias, su camino. Y así pasan los días, creyendo como ella creía, que algún día todo sería diferente. Pero a ella se le empezaron a pasar  los años sin que nada en su corazón hubiera cambiado. Bueno, si, el vacío en su pecho cada minuto se hacía más grande.
Esta historia ya la conoces, y sé que no te gusta nada oír hablar de él. Pero es necesario que te cuente la verdad que yo viví junto a ella.
Les unió el destino, con una visita inesperada del hombre al que ella más ha querido en su vida: su primo.
Aquella mañana soleada de noviembre su primo fue a tomar un café sólo  pero acompañado al restaurante donde ella llevaba unos meses trabajando. Su acompañante pidió zumo de naranja natural. Podría decir que fue el zumo natural más insistente que yo he conocido. Discreto, pero insistente. Ella no tenía muy claro querer iniciar algo en una época de estudios, trabajo, idiomas, en la que el alma se despista y juega batallas que muchas veces no somos capaces de lidiar. Pero sus ojos azules creo que la convencieron, y su falta de interés a posteriori, la convenció de que ese zumo era una buena opción, pues nunca había probado el dulzor de una fruta que la dejara espacio para vivir tu vida. Y así fue como se dejó engañar por una naranja que poco a poco se fue volviendo ácida.
No voy a entrar en detalles. De sobra es sabido que cuando nos enamoramos, perdemos la noción de lo que es justo y de lo que deja de serlo, perdemos nuestras propias convicciones, e incluso podemos llegar a perder la dignidad, como le pasó a ella, dejándose llevar por la esperanza de que cuando él confiara en ella, sería capaz de dar un paso más, sería posible pasear con él y darle la mano por la calle o abrazarlo. Pero los días se escurrían por el calendario de una vida que iba pasando sin haber compartido ni una mirada bajo la intimidante presencia de una catedral cada día más llena de historias que contar.
Nunca hubo tiempo para ella. Me lo contaba en cada café que compartimos, y en su mirada se adivinaba el dolor de estar dándolo todo por él y no sentir siquiera una caricia de correspondencia. Todos le decíais que no se merecía eso, y sin embargo ella era al único que deseaba. Cuando otro hombre la sonreía, ella sólo podía pensar en los ojos azules que la conquistaron al otro lado de la barra donde empezó a fabricar sueños sin saberlo.
Nadie sabía que existía una persona tan buena y honrada como ella. Yo no daba crédito cuando me decía con esa sangre fría a veces hiriente que ella en su vida era un fantasma. Nadie la conocía. Y nadie la conocerá.
Siempre he creído que la vida nos regala la compañía de ciertas personas para empaparnos de su vitalidad, de su alegría, para comprender que la vida no es un castigo como muchos creen, sino que puede ser un regalo maravilloso. Y siempre he creído que esas personas no deberían pasar desapercibidas, porque lo que tienen que enseñarnos y regalarnos, es mucho y muy grande. Pero él no le dio la opción de compartir nunca nada a su lado, cuando ella le hubiera enseñado la esencia de vivir sólo con un gesto, con una mirada. Créeme si te digo que no le hacían falta las palabras para mostrarte con una sonrisa el universo. Su universo. Nuestro universo. Y se moría de ganas de mostrárselo a él, pero nunca pudo. Siempre había algo mejor que ella esperándole al otro lado del umbral de una puerta que nunca jamás debió haber cruzado si lo que deseaba era quedarse detrás, en la rutina de una vida de libertad que te regala la sensación de dominar tu vida como quieres, pero cuyo precio sólo se paga con la soledad.
A él no debía importarle estar solo. Pero considero, y no por conocerla a ella de la manera que la conozco, que fue egoísta desde el momento en que no la avisó de cómo era. Mamá siempre dice que el zumo natural hay que bebérselo deprisa porque sino las vitaminas se oxidan y se pierden. A él le pasó eso, pero la culpa fue de ella por querer beber un zumo natural a sorbitos.
Sé que va a llorar cuando se dé cuenta de que el trago que le queda está amargo. Y sin vitaminas. Creo que no le quede ni pulpa a ese dichoso zumo de naranja. Pero para apreciar lo dulce, necesitamos momentos amargos en nuestra vida.
Es una pena que tanto amor se haya quedado flotando en el aire, y que no lo haya sabido apreciar. Hubiera sido muy feliz a su lado. Pero está claro que no podemos cambiar la naturaleza de las personas, y quien nació para ser bebido de un trago y sin pensarlo, no podemos pretender transformarlo en una infusión que nos calienta las manos y nos colma de sensaciones en cada sorbo que le damos.
Otros hemos nacido a la espera de un buen café sólo y bien cargado, que nos mantenga despiertos y nos dé suficiente energía para acabar con dignidad lo que una mañana soleada de noviembre comenzamos.

La Historia de La Fábrica de Sueños

Montaje fotográfico 2014

Quizás era un problema de consciencia.
La fábrica de sueños nunca cerraba, siempre tenía sus puertas abiertas para quienes deseaban entrar a soñar libremente. Quien prefería entrar a sonreír o simplemente a saludar, también era bienvenido. En esa fábrica se trabajaba cada día de forma continuada con un solo objetivo: que nadie se quedara sin poder palpar sus sueños.
Los materiales que allí se usaban respetaban totalmente el medio ambiente, porque había quienes soñaban con un mundo más sano donde respirar aire libre; libre de odios y rencores, de malos humos, de soberbia... Ya sabéis, todo eso que contamina nuestro pequeño planeta. Por eso siempre se trabajaba con amor, con ilusión, con esfuerzo, con empeño, con imaginación, con dedicación, compañerismo… entre otros materiales no contaminantes.
La fábrica de sueños llevaba trabajando muchos años antes de que yo la conociera. Afortunadamente para mí, siempre fui una gran soñadora, por eso un día acabé llegando a las puertas de aquella especie de cabaña que poco se parecía a las fábricas convencionales que yo había visto en los polígonos industriales de las ciudades que un día visité.
Yo estaba soñando el día que abrí su minúscula puerta de madera que dejaba entrever el interior. Y muy amablemente, me dieron la bienvenida todos aquellos que como yo estaban allí, viendo cómo sus sueños se cumplían. Entonces vi con mis propios ojos cómo uno de los sueños que más se repetía en mi alocada cabeza se estaba haciendo realidad. Fue un momento muy especial…
Cuando desperté algo había cambiado en mí, pero a mi alrededor todo continuaba su serena y gris rutina. Era como si el tiempo se hubiera congelado y yo siguiera en movimiento.
La fábrica de sueños…
Y comencé a trabajar. Ya se sabe que antes de ofrecer un producto al cliente uno mismo debe probarlo antes, así que todo lo que se apelotonaba en mi corazón y desbordaba mi mente lo fui enfocando a mí misma, para conocer los resultados a través de la reacción del cliente cuando conociera el producto que yo iba a ofrecer. Y para comprobar si realmente ese sueño era o no por fin una realidad.
¡Uf! Si… Los comienzos son difíciles para cualquier empresa que empieza a emerger, yo no iba a ser menos. Pero yo confiaba en mi sueño, y confiaba en que si existía una “Fábrica de sueños”, es porque realmente se podían llegar a hacer realidad.
El pequeño espacio donde me dedicaba a estudiar algo que aún no comprendo se fue convirtiendo, poco a poco, en mi pequeña oficina llena de Ilusión. Allí (aquí) los sueños brotaban solos, y las ideas para realizarlos ni siquiera se hacían esperar. Cada mañana me despertaba con una cosa más que hacer, un sueño más que crear, una sonrisa nueva que dibujar…
Empecé a recibir encargos llenos de Ilusión, por soñadores que en algún momento dejaron de creer en sus posibilidades, o que simplemente no tenían tiempo en un mundo gobernado por personajes vacíos de contenido que no sólo no saben soñar, sino que no dejan que otros lo hagan.
Los soñadores podrían acabar con el patético mundo que estos personajes han creado con sus palabras barnizadas con una pintura que con el tiempo se vuelve gris, y eso no les interesa, motivo por el cual con su verborrea disfrazada azotan nuestras cabezas, pero lo peor es cuando azotan nuestros corazones.
Todo iba bien, La Fábrica de Sueños siempre estaba presente en mi vida, recordándome lo importante que es hacer felices a los demás haciendo lo que más te gusta. Pero un día apareció un hombre con traje gris para hacerme un encargo, y yo, que no le niego un sueño a nadie, me comprometí con un proyecto que parecía en su comienzo factible. Poco a poco el sueño de ese hombre me iba absorbiendo el tiempo, las fuerzas, las ganas... y mi pequeña oficina empezó a perder su color para entonarse como el polvo que día tras día se iba acumulando allí (aquí). Por las noches la Fábrica de Sueños ya no estaba abierta, dentro sólo se adivinaba oscuridad, y un gran candado oxidado me impedía acceder a su interior. Para intentar crear un hilo conductor entre aquella vieja caseta abandonada y mi alma, escribí en el cabecero de mi cama: “Voici, l’usine de rêves”. “He aquí, la fábrica de los sueños”. Pero eso no funcionó. Me lo escribí en mi cuerpo. Nada.
Pasaban los días, los meses, intentando encontrar cómo completar el sueño que un hombre con traje gris hacía mucho que me había encargado. El cielo se me caía encima pensando que había sueños imposibles de alcanzar. Y poco a poco, dejé de dormir, ni siquiera buscaba ya la vieja caseta que un día iluminó mi vida. Mi oficina estaba llena de bloques de libros cuyo contenido narraba algo de la historia, quizás algo de arte, no sé muy bien el qué, y todo cuanto un día creé, lo fui guardando, porque me molestaba.
Pero todo pasa por algo, dice una gran compañera espiritual, y un día la enfermedad vino a avisarme.
Desde la cama donde reina la inscripción antes mentada, lloré los días de nieve, los días de viento, los días de sol, por no poder levantarme, no poder hacer si quiera la intención de incorporarme para poder finalizar el encargo que hacía casi un año se me había pedido y no era capaz de realizar. Y mi cliente me exigía su producto con despotismo, sin concederme un momento de descanso, sin un ápice de comprensión, y exigiendo cada día más sin ofrecer nada a cambio: ni una sonrisa sincera.
Mamá cada día abría las cortinas de mi pequeña oficina apagada para que el sol iluminara lo poco que quedaba ya de color en su interior. Y un día, embriagada por los calmantes que quitan el dolor del cuerpo pero no el del corazón, la volví a ver. Allí estaba la Fábrica. Me agaché a mirar por los huecos que tenía la puerta y todo estaba oscuro. El candado seguía puesto. Cuando me reincorporé, algo frío chocó contra mi pecho: era una llave. Abrí la puerta, todo se iluminó. En el rellano podría decir que había un cúmulo de una veintena de papeles. Cogí uno y leí: “7 de mayo de 1992. Deseo que mamá me deje sus pinturas de tubo”. Cogí otro: “7 de mayo de 1996. Deseo con todas mis fuerzas estudiar esa carrera donde pintas y dibujas todos los días”. Otro más: “7 de mayo de 2005. Deseo que mis miedos desaparezcan durante la carrera”. Otro: “7 de mayo de 2013. Deseo viajar por el mundo dibujando sonrisas”. Uno tras otro, aquellos papeles tenían escritos los deseos que había pedido cuando soplaba las velas de la tarta de cumpleaños. Levanté la mirada y allí estaba todo lo necesario para ponerse manos a la obra y empezar a producir. Sonreí llena de luz por primera vez en mucho tiempo.
La Fábrica de Sueños reabrió sus puertas el día que yo comprendí que los hombres grises existen para aprovecharse de todos los que como tú y como yo, soñamos cada día con un mundo en el que se puede respirar aire LIBRE. Porque por lo general, quien sueña, lucha.
Comprendí que cada uno es su propia fábrica de sueños, pero hay quienes necesitan concienciarse de que de su cuello cuelga la llave que abre la puerta que espera impaciente ser abierta en su interior por cumplir aquellos deseos que un día pensó, imaginó, suspiró… y nunca se atrevió a realizar porque al lado había alguien vestido de gris que osó decirle que era imposible.
-                 “Aquí hay un problema de consciencia”- me dijo aquel hombre cuando le dije que sólo él con su esfuerzo y su trabajo podría cumplir el sueño que a tantos soñadores como yo les había ido encargando sin éxito ninguno. - “Desde luego que sí”- le contesté. - “Éste es tu sueño, no el mío, pero aún no eres consciente”-
Cortésmente me despedí, y antes de cruzar la puerta que separaba su vida y la mía, me giré y le dije: “soy Mónica, la Fábrica de Sueños”. Hice una reverencia y me perdí en el tumulto de la gente de cuyos corazones se desprendía un calor primaveral que casi anunciaba el verano en los árboles frutales que rodean mi pequeña Fábrica.

Sonrisas apagadas

Sin título - Grafito y lapiceros de colores, 2014

Si en esos momentos se hubiera concentrado en el queso fresco con anchoas probablemente aquel joven indeciso hubiera escogido esa y no otra de las tapas que la camarera le acababa de ofrecer a una velocidad marcada casi por el ritmo de la clientela entrando y saliendo de aquella cafetería tan concurrida. Pero estaba tan concentrada en que no pidiera el huevo frito que al final, entre numerosas divagaciones sobre con qué acompañar la caña con poco limón que le acababa de servir, se decantó por el dichoso huevo frito.
Así era la vida. Dedicaba tanto tiempo a pensar lo que no deseaba que dejaba pasar las oportunidades delante de sus narices y mucho peor aún… Lo que no deseaba se acababa cumpliendo por toda la energía que depositaba en ello, y terminaba resignándose por su mala suerte, como si nunca hubiera esperado tan terrible final. Un final que desde fuera veíamos muy claro desde el primer día que la conocimos.
Mamá siempre decía que “aquello en lo que te concentras crece”. Ella se concentró mucho en un hogar propio, con cochera y trastero, y lo consiguió después de muchos y largos años de concentración que parecían interminables. Ahora se concentra en el bienestar de la familia para que el hogar siga siendo caluroso incluso en días como hoy, que no sabes si nieva, si llueve, si hay mucho viento o si sólo está nublado, pero en los que el frío se cuela por la única rendija que queda abierta en unos zapatos ajados después de un largo caminar.
Después del trabajo iba a casa o a clase, dependiendo del día de la semana después de clase iba a casa o al trabajo. En el trabajo siempre sintió la gran dicha de ser receptora de sonrisas. Cada día unas cien sonrisas diferentes. A veces le llegaban torcidas, o un poco apagadas. A veces le llegaban llenas de agradecimiento y otras, con ganas de contar algo más. Miles de sonrisas diferentes al cabo del mes. Y la suya siempre de oreja a oreja dispuesta para cada uno de los clientes que dejaban en aquel local una pequeña parte de ellos mismos: un ticket doblado formando un barquito o una pajarita, un azucarillo doblado, una pajita mordida, una servilleta llena de garabatos que cuentan una historia muy personal, una mancha en el sofá con nombre propio…
Cuando llegaba a aquel cubo oscuro pero lleno de luz y de vida, todo cambiaba. Supongo que para ella era como volcar todo lo que iba acumulando durante la semana sobre aquel escenario. Una forma de vomitar todas esas historias que se iban entrometiendo en la suya propia cuando al otro lado de la barra alguien no encontraba consuelo. Así era como comenzaba cada martes la semana fresca y capaz de coleccionar otro millar de sonrisas e historias que un nuevo lunes vomitaría en el cubo negro donde sin ser ella, era más ella que nunca. Jamás me lo supo explicar, pero creo que no es difícil entender esa sensación de despojo sin que importe quién escuche o mire. Al fin y al cabo ahí arriba sólo ella sabía dónde acaba su ficción y empezaba su verdad, esa que tan a menudo perseguía sin saber muy bien qué rumbo tomar.
Todo se había vuelto muy intenso, y tras muchos meses recibiendo y sobretodo, regalando miles de sonrisas cada semana, llegó un día en el que empezó a notar que se le estaba desdibujando la comisura de los labios. En aquel cubo negro, bajo una tenue luz azul que bañaba todo el hombro izquierdo de aquel gélido escenario, recapacitó mientras al protagonista de esa historia que ya era también la suya, un corto circuito en la mente le hizo matar a un amigo. El sonido del acordeón supo entrar directo donde más duele, donde las entrañas se te agitan y te hacen sentir más verdadera que nunca y pensó, pensó que quizás había estado muy ocupada con cosas banales que a veces hacen la vida más fácil, pero no más auténtica.
Respiró hondo, yo la vi desde la butaca donde me había reservado un hueco en primera fila. Respiró tan hondo que yo misma la sentí antes de que saliera con su paso firme a recordarnos que hemos perdido el sentido de la ciudadanía. En sus ojos pude sentir el agotamiento de querer perseguir un sueño que la sociedad actual le impedía alcanzar por su falta de medios materiales. Ella trabajaba para acceder a ellos, pero no era suficiente cuando a final de mes no podía comprar un lapicero nuevo para repasar el contorno de su sonrisa. Y poco a poco, como quien pasa la mano por encima de una obra maestra hecha a pastel o carboncillo, su sonrisa se fue nublando, como los “esfumatos” de Da Vinci que nos dejan con la incertidumbre de si la Giocconda sonríe o no.
Yo sé que lloró esa noche, aunque ninguna de las sonrisas que pasó esa tarde por aquella cafetería tan concurrida notó ni una pincelada de su profunda tristeza. Lloró porque los cambios requieren mucho valor, y duelen.
Desde aquel día no la volví a ver.
No me puso nunca más ese café con leche tan rico que sin querer siempre dejaba entrever la forma de un corazón con la crema de la leche. La vida seguía en la ciudad, y desde luego, ella había dejado, como todos los que habían pasado por allí, una parte de su esencia en aquella cafetería que un día se convirtió en su hogar.
Una camarera que aún habla con ella me contó mientras le regalaba mi sonrisa que está concentrándose en lo que más desea, y está disfrutando de los pequeños placeres de la vida, como respirar aire frío sentada frente a la catedral de su pequeña ciudad.