Treinta y uno del doce

Lisboa, Fotografía 2015

Acaba el año y me dispongo, como cada treinta y uno del doce a hacer balance, a dar las gracias y a recapacitar sobre todo lo que hemos aprendido y cuánto nos queda aún por aprender mientras compartimos camino.
Podría mencionar una a una todas las experiencias que me han hecho ser mejor persona y contarte todos los obstáculos que me he encontrado en el recorrido. Y también te podría mostrar mi nueva lista de propósitos, en la que una vez más, tú estás presente.
Este ha sido un año duro en muchos sentidos, pero a partir de ahora que hemos conseguido lo más complicado, todo será más sencillo. No obstante, dada mi naturaleza inconformista, ya sabes que yo sola me encargaré de complicarme un poco el año que ya casi asoma por el balcón de estas cuatro paredes cómplices de mis desvelos.
Cuando miro atrás reconozco los rostros de todos quienes me han acompañado hasta aquí. Muchos ya se han rendido y no cruzarán la línea esta noche, cuando la última campanada nos anuncie el nuevo año. Reconozco que nunca se lo he puesto fácil a quienes quiero, y comprendo que no es sencillo seguirme el ritmo. Este año me ha costado muchas personas queridas, pero las llevaré siempre retratadas en mi cuaderno de artista, pues han formado parte de mí y de mi locura durante un trayecto muy importante y les deseo mucha felicidad en su andadura.
Cuando miro a los lados me sorprendo de que siga habiendo rostros que nunca creí que aguantarían con la serenidad que lo han hecho. Cada uno a su paso, pero todos han llegado a la parada que hacemos hoy, porque así lo han querido. No puedo sentirme más agradecida a la vida por tenerlos y por sentirlos. Algunas veces están viajando, conociendo nuevos horizontes, a veces están inmersos en proyectos que les robarán las sonrisas del resto de sus vidas… pero cuando silbo, aparecen. Hoy están a mi lado, leyendo esto en alguna parte del mundo y memorizándolo en sus corazones. Cargar bien las pilas, ¡¡que empezamos el año con fuerza!!
Cuando miro adelante me siento orgullosa de conservar mis sueños y de seguir recibiendo a mi lado a personas que se animan a la locura de vivir sin pensar en ello demasiado. Creía que no había muchos soñadores en el mundo cuando empecé con la locura de este libro, pero me he dado cuenta de que los hay y que de cada soñador se pueden aprender muchas cosas. Este año hemos aprendido a creer en la belleza de nuestros sueños, que parece que poco a poco (nadie dijo que fuera a ser fácil) se van solidificando.
Cuando pienso en ti, cuando pienso en mí, no deseo otra cosa que volver a sonreír juntos como lo hicimos alguna vez en aquel parque un poco descuidado que había cerca de casa. Deseo que cuando entres en mi nueva Fábrica seas capaz de construir un sueño. Tu sueño. Nuestro sueño.
Y cuando pienso en vosotros, los que os habéis quedado atrás, sólo espero volver a encontraros en algún punto de nuestras vidas y poder recordar juntos detrás de un té americano con una pizca de canela y corteza de limón lo felices que fuimos cuando éramos cómplices.
Lo más difícil del treinta y uno del doce es no pensar en quienes tuvimos que dejar atrás por voluntad propia. No pensar en quienes nos han hecho daño y aún así siguen presentes, perennes en nuestros pensamientos diarios. Porque aunque ellos no sepan apreciar los regalos que les ofrece cada día la vida, nosotros siempre tendremos un hueco para ellos. Para el que nos rompió el corazón sin compasión, para el que abofeteó a su propia sangre o para los que nunca fueron capaces de entender que todos tenemos corazón aunque algunos no se dejen apenas guiar por él. Ojalá encuentren en su camino a personas que les sepan mostrar lo que yo no fui capaz.
A quienes os quedáis en esta parada, gracias. A quienes acabáis de llegar, bienvenidos. A quienes dejé atrás, no os olvido. A quienes continúan… Os quiero.
A todos, Feliz Vida.

Despedidas


Fotografía, Lisboa 2015



Si cuando me dieron a firmar el papel en el que aceptaba mi compromiso con la vida hubiera llegado a saber que tendría que despedirme de personas a las que quiero en contra de mi voluntad, quizás me lo hubiera replanteado de otra manera.
Supongo que es así como tiene que ser, que sin esas despedidas no sabríamos apreciar a los que nunca nos dicen “adiós” a pesar de todo. Como tú.
Viajo al pasado a menudo intentando recordar cuándo fue el momento exacto en el que nuestros corazones se fundieron definitivamente, pero no soy capaz de encontrar el día, ni la hora, no recuerdo cómo fue. Sólo sé que antes tú ya te habías cruzado en mi camino, pero no supimos reconocernos.
No sé en qué momento pronuncié mi primer “te quiero” ni cómo lo encajaste, sé que desde ese momento nunca he dejado de hacerlo: quererte.
Y aquí me encuentro hoy, sin un motivo más allá de los que me da la vida cada día, diciéndote que cuando te miro a los ojos, a ti, sí creo en el amor eterno del que tantas veces he renegado.
Tú lo sabes mejor que nadie, he tenido que encajar muchos golpes durante mi vida, y conoces mi agotamiento y escepticismo en ciertas materias. Pero nunca se acostumbra uno a estas cosas, y duele despedirse de quienes aún llevas en el corazón.
Sé que tú nunca me reprocharás mi falta de tiempo, porque siempre tendré un sobre donde guardar todas las palabras y los besos que no pueda dedicarte y enviártelos a casa, como aquella tarde en la playa donde mis lágrimas se juntaron con el mar. Soy consciente de que un puñado de palabras con un matasellos extranjero no es suficiente para mantener la llama del amor viva, pero tú, sin pedirlo, no necesitaste más.
Quizás uno de mis mayores errores ha sido no pretender retener a las personas importantes que un día decidieron irse de mi lado. Sabes que siempre he luchado por lo que amo, a veces renunciando a mi dignidad por ello, pero ya no estoy dispuesta a perder más energía en quienes miran pero no quieren ver. Y a pesar de todo, les seguiré queriendo por lo que han significado en mi vida mientras estuvieron en ella.
Tengo una caja de madera donde ya no caben todas las fotos que nos hemos hecho a lo largo de nuestra aventura. Me pongo a echar cuentas y empiezo a necesitar los dedos de los pies, marcados por el calzado que hemos ido desgastando en nuestro trayecto, codo con codo, a veces lejos en kilómetros, pero siempre cerca del corazón. Y aunque me duelen los juanetes de tanto caminar, ¡Joder! Ha sido un placer hacerlo a tu lado.
Sara, hoy hago repaso mental y sinceramente creo, que si me dieran a firmar un papel donde renovar mi compromiso con la vida, firmaría sin pensarlo, porque detrás de las despedidas hay nuevas llegadas, igual que llegaste tú, no sé el momento exacto, pero llegaste para quedarte y ponérmelo todo patas arriba, como a mí me gustan las cosas, y para presentarme nuevas opciones con nombre propio.
Te quiero.

En el bolsillo de atrás


Van a cumplirse dos años desde que te escribí aquella carta y aún me sigo preguntando cómo las pocas fuerzas que te quedan las sigues empleando para amargar a quienes están a tu lado.
Si en algún momento de debilidad o compasión por ti, que me demuestras cada día que eres más y más triste según pasan los días, se me pasó por la mente dar mi brazo a torcer, ten por seguro que ya no me quedan ganas para sonreír a quien se dedica a hundir la vida de quienes más quiero, que son los mismos a quien tú deberías cuidar un poco más.
En esta ocasión te escribo para pedirte un favor. Ya que nunca jamás me has regalado nada, ni has tenido un gesto desinteresado de amor hacia la que lleva tus genes pero no tu apellido, espero que tengas la delicadeza de ceder ante mi ruego. No te preocupes porque no te voy a pedir dinero. En mi vida hay cosas más importantes, aunque eso tú aún no lo hayas aprendido. Cosas esenciales como la familia.
Me da dentera tener que escuchar de la boca de quien tuvo que soportar tu mano, pero sobretodo tu lengua viperina, cómo vuelcas sobre él tus frustraciones personales. Porque con tu edad los golpes te duelen más a ti cuando los das, pero las palabras te sacian, te ponen a mil, como el alcohol en el que empapamos las gasas que curan cada día el corazón del único que ha sido capaz de concederte, una y mil veces, nuevas oportunidades que tú no has sabido valorar y que desde luego, no mereces.
Nadie es perfecto, pero un hijo es hijo hasta el día que te mueres, no elegimos su color de ojos, ni el de pelo, y mucho menos su capacidad intelectual, su carácter o salud. La mayoría se conforman con que su hijo al nacer esté sano, y se preocupan de formarlo a lo largo de su vida como persona. No sé cómo serás como amigo a la hora de la partida en el bar, supongo que quienes te dan las señas al otro lado del tapete estén contentos de que pagues tus rondas de whisky, pero desde luego, como padre no vales un real: sólo has sabido despreciar, maltratar y humillar a lo único bueno que la vida te ha dado; y te sobra vergüenza para ir reclamando algo que un padre jamás pide a un hijo: recompensa.
¿Sabes? Los hijos tampoco elegimos a nuestras madres ni a nuestros padres, pero todos, salvo casos excepcionales, presumimos de tener la mejor madre o el mejor padre del mundo. Te puedo asegurar que nuestra madre es la mejor, no del mundo, del universo, y que no me avergüenzo en absoluto cuando tengo que decir que cualquier padre sería mejor que tú. Eso sí, con ninguno habría aprendido lo que aprendí viviendo contigo y lo que sigo aprendiendo ahora que ni siquiera te veo. La vida es maravillosa cuando eres consciente de que has dejado atrás a las personas que no quieren estar contigo. Y avanzar es más fácil cuando seres como tú desaparecen de nuestros horizontes.
Mi petición no es otra más que abandones. Que te retires. Que si estás frustrado porque la vida te ha dado el fruto de lo que has ido sembrando, te vayas al río y tires piedras al agua. Que aquello que tengas que decir, se lo digas a un espejo, pues nadie salvo tú mismo, merece oír las palabras que vas esparciendo.
¿Que te demos las gracias a ti de qué? Cuando un hijo enferma se lucha por él porque es tu hijo, no para que el día de mañana tenga que darte las gracias por ello. Eso demuestra quién es aquí “la mierda”, aunque tú quieras que se vea de otra manera.
Quizás no seamos ingenieros, ni grandes empresarios; seguramente nunca conduzcamos un cochazo. Pero somos personas y tenemos algo que a ti te falta: corazón.
Así que por favor, desaparece, déjanos tranquilos, que cada uno sabe bien lo que lleva en su mochila salvo tú, que no acabas de comprender que eso que nos quieres meter en el bolsillo de atrás es la carga de tu equipaje, no del nuestro, y te toca arrastrarlo a ti. Las cicatrices que nos dejaste ya pesan bastante, y no necesitamos que nos recuerden cómo se quedaron grabadas en nuestras pieles.
Si necesitas hablar llama a tu madre, que le vendrá bien escuchar todo eso que no sabes a quién contarle. Pero no pretendas abrir un nuevo agujero donde las cicatrices están aún tiernas, porque te juro por mi vida que no va a quedar nadie sin saber quién eres.
Sigue tu camino y olvídanos, que al fin y al cabo, no puede resultarte tan complicado.


Desaprender


Fotografía, 1986


El otro día estuvimos revisando los viejos álbumes de fotos que mamá tiene guardados en el antiguo mueble que hace poco restauró para la nueva casa donde os fuisteis a vivir hace algo más de dos años. Ya se les ven las esquinas levantadas y ajadas que ansían gritar los secretos que han mantenido guardados entre sus láminas de plástico a través de las que tu mirada siempre aparece triste. Pero hay secretos que no hace falta contar.
Algunas fotos se habían escapado de su sitio y vagaban descolocadas entre páginas que no correspondían a su año, en ocasiones ni a su protagonista. Ella, con el bikini azul que el abuelo le había regalado de la tienda en la que vivía junto a la abuela, miraba con el ceño fruncido a causa del sol a la cámara, mientras se apartaba las ondas que la humedad del mar había despertado en su media melena recién cortada para pasar el verano.
Otras estaban recortadas, dejándote sólo soplando una tarta de cumpleaños que algún inconsciente ya había querido empezar antes de que tú soplaras tus velas y estropearas tu tarta. “2 años, 1986” ponía por detrás, junto a tu nombre. Los amarillentos azulejos grises de aquella cocina me recordaban a algo, pero no sabía a qué...
En el bautizo de ella dos manchurrones de rotulador negro borraban el recuerdo de dos personas que yo nunca sabré quienes fueron, pero que quien les quiso olvidar en su día sabrá siempre a quiénes quiso apartar de vuestra memoria. A veces, empeñarnos en olvidar hace que recordemos mucho más. Ella, con sus ojos como platos miraba a dos sombras negras que la mantenían en brazos bajo la atenta mirada de su madrina, que siempre veló por ella a pesar de su juventud.
Mamá, con su melena rizada de un rubio ceniza como la que él fue dejando a su paso por vuestras vidas, la cogía en brazos a ella, cuyas piernas aún no estaban preparadas para caminar, y tú por fin sonreías, aunque te costaba mirar al objetivo de la cámara que sostenían las manos que te marcaron por si tus ojos se cruzaban con los suyos.
Vuestras miradas siempre reposaban tristes en aquellos papeles. Y tú desaprendiste a sonreír, mientras ella buscaba la mitad de una tarta, tu tarta, que te fue arrebatada en una cocina de pueblo con azulejos grises como la ceniza que él fue dejando en su paso por nuestras vidas antes de que tú mismo pudieras disfrutar de ella.

Por eso te quiero tanto...


Fotografía, 1992


Tú nunca querías darle tu corazón al Niño Jesús cuando mamá nos hacía rezar el “Jesusito de mi vida” antes de dormir. Y siempre fuiste muy sincero: “Yo no le quiero tanto como para darle mi corazón”. Ella, acostada a tu lado en aquella cama de sábanas con motivos florales azules, se enfadaba: “¡Que se lo tienes que dar! ¡Que lo dice la oración!”. Pero tú nunca cediste, y ella nunca lo entendió. Discutíais el final de aquella frase que ella repetía de coletilla desde que se la enseñaron, sin reparar en lo que significaba aquello, hasta que mamá o tía venían desde el otro lado de la casa donde vivisteis los años más felices de vuestras vidas y te decía que había que darle el corazón a ese tal Jesús. Entonces era cuando tú te enfadabas y ella quedaba satisfecha sabiendo que tenía la razón. Pero el tiempo te la acabó dando a ti.
A la puerta de aquella tienda de color verde, como tus ojos cuando les da el sol del Este antes de que nos llegue al Noroeste, entre cajas de fruta vacías que ordenabais de forma estratégica, los vecinos veíamos flotar las inquietudes de dos niños que tienen mucho que ofrecer a quienes os rodeaban. Y yo, personalmente, envidiaba a vuestro abuelo, que tantas veces me arregló la vieja bicicleta roja de freno de varilla mientras tú le ayudabas sentado en uno de esos taburetes de madera junto a la estufa que una vez te susurró algo al oído.
Subíais y bajabais la calle que daba a la plaza, montados en la misma bicicleta azul que tantas risas transportó. Y creo que también algún que otro cacharrazo que más de un susto nos dio.
Ella siempre hacía lo correcto. Tú siempre investigabas por encima de cualquier norma impuesta. Eso hizo que tuvierais más de una disputa pueril que acababa siendo solucionada con un mordisco para hacerla gritar por algo y que te dejara tranquilo.
Viajasteis en cohete y pisasteis la luna. Creo que llegaste a tocar una estrella mientras ella te esperaba entre los sueños que los habitantes del planeta Tierra lanzaban al universo mientras dormían. Construisteis casas de mil colores y olor a pera. Destrozaste los rotuladores que ella cuidaba con mimo en ese primer cajón de la mesita donde todo valía: desde un chicle de hacía una semana hasta un destornillador que te quiso abrir los ojos.
Condujisteis el mismo triciclo, saludasteis a los mismos gigantes y cabezudos, lanzasteis la misma piedra y os caísteis en la misma baldosa que cubría aquel reguero que atravesaba el pueblo. Y ahora, a la puerta de aquella tienda que una vez fue verde como tus ojos, hay un cartel que dice “se vende”.
Hace tiempo que retiré ya mi vieja bicicleta roja de freno de varilla que vuestro abuelo tantas veces arregló. De vez en cuando miro las fotos y se me escapa una sonrisa recordando aquellos buenos ratos que nos hicisteis pasar las noches de verano que salíamos “al fresco” y la acera de aquella tienda se convertía en un escenario perfecto para construir cualquier cosa o imaginar cualquier situación. Tú siempre fuiste de ciencias, te gustaba andar por el espacio. Y ella nunca bajó de la nube que le acercaba un poquito más a ese espacio tuyo.
Te escribo esta carta porque un día leí en una servilleta de bar de pueblo que ella se dedicaba a reparar alas rotas, y quise saber a qué se refería con eso. Me dijo que cuando era pequeña le regaló el corazón a un desconocido sin saber lo que hacía, y ahora ella se dedicaba a recuperar los corazones de quienes también regalaron el suyo, pero no tuvieron la suerte de tener a alguien como tú a su lado.
Felicidades…

Redactando recuerdos

Tarjetas de visita, 2014


La niebla apenas nos dejaba acertar del color que vestían aquella tarde nuestros ojos, pero en su forma de hablar adiviné la pena profunda en la que estaba sumida su alma.
Al otro lado de la taza de un té más rojo que el rojo con el que un día me pintaron el corazón, dijo en tono confidente que lo único que sabía era que la vida le debía algo. En ese momento comprendí por qué sus ojos tenían algo especial.
Eran las cinco de la tarde y como siempre, rogabais a mamá que os acompañara al parque que había debajo de vuestra casa. Nunca llegasteis a comprender los miedos que ella albergaba porque vuestros ojos sólo llegaban a ver a una distancia prudencial, la de dos niños de siete y diez años. Pero con el tiempo comprendimos que la infancia que creíamos robada injustamente, nos fue devuelta entre sus brazos colmados de calor.
Aún me acuerdo de tu camisa de cuadros que años más tarde heredé y de aquella chupa de borreguito que mamá te ponía con tanto cariño para que no cogieras Tristeza al salir de casa. Tu pelo rebelde anunciaba tu personalidad desde bien pequeño.
A veces quiero olvidar pero no puedo, y las lágrimas que te hacía derramar aquel hombre bajo un apodo ya fuera de lugar, aún destiñen una mitad de mi corazón que siempre fue tuya. Y con el tiempo se me decoloró el amor, y te fuiste difuminando, y te fui perdiendo…
Anoche soñé con las fotos que mamá nos hacía para inmortalizar aquellos años en los que disfrazábamos nuestros golpes con sonrisas marchitas de miedo. Y sonrío. Al menos esos días te tenía conmigo siendo más tú que nunca.
Le dí un sorbo a mi té. No le quería mentir. Hace tiempo comprendí que lo que la vida te roba jamás te lo devuelve, pero el mismo tiempo que te hace comprender eso te demuestra que te recompensa dicha pérdida con otros gestos, con otras personas, con otros sentimientos, con otros colores…
El sol se aventuró a hacerse un hueco entre la niebla, y pude ver que igual que tu pérdida me dejó medio corazón gris, la Pena en la que se sumía su alma había desteñido uno de sus ojos y avanzaba intentando adueñarse del otro.
Tras un té verde como verdes eran tus ojos, le dije en un hilo de voz que de lo único de lo que estaba segura era de que encontraría en unos brazos colmados de calor la compensación a todo lo que creía injustamente robado. Y en ese momento comprendió por qué mi corazón tenía algo especial.

Alas Rotas


Tarjeta de visita, 2014


Aún recordaba aquella casa enmoquetada de lejanía. Aún podía sentir el olor peculiar a tristeza cuando subía peldaño a peldaño aquellas escaleras que le acercaban cada día un poco más al cielo donde reposaban sus sueños. Pero todo era diferente ya, salvo la niebla que humedecía sus mejillas coloradas de la vergüenza de haber dejado atrás aquella vida tan dura pero tan enriquecedora que yo le ofrecía.
Parecía un viaje eterno. Eterno como los ojos que buscaba cada día en su largo vuelo en el que no encontraba dónde parar a descansar sin que el viento, cargado de inseguridades, la zarandeara. Y no encontró nada mejor que tu sonrisa.
Atrás quedaban aquellos prados inspiradores que llenaron cientos de hojas en blanco que un día un soñador, quizás tan perdido como ella, quiso titular “Alicia en el país de las maravillas”. Atrás quedaban aquellos suspiros embriagados de sinsabor. Atrás quedaban aquellos ojos azules que un día le sirvieron de espejo. Atrás quedaba ella misma antes de que nadie la hubiera conocido. Atrás quedó todo lo que anclaba sus pies a la tierra como las raíces de esos árboles milenarios que, sin saber por dónde avanzar, se apoderan del terreno ajeno y desolado que agarra sus raíces para sí con egoísmo. Con egoísmo me la hubiera quedado para siempre…
Le ofrecí el mar. Le ofrecí el canto de la Libertad. Le ofrecí el más verde color esperanza con el que jamás su alma hubiera pintado. Pero prefirió tu sonrisa. Y se llevó las alas que con mis lágrimas yo misma le zurcí.
Era noviembre y a pesar de todo brillaba el sol, no sólo en mi cielo, sino también en su corazón, que latía cada vez más deprisa por saberte un poquito más cerca de ella. La vi subir en aquel autobús lleno de soledades sin contar, y nunca jamás volvió al país de las maravillas, donde cada calle guarda ahora una de sus carcajadas, la mejor de sus lágrimas y posiblemente algún resto de grafito más afilado. No sé qué hice mal. Quizás no debí reparar sus alas, pues me la llevaron lejos de aquí. Quizás nunca debí mostrarle ese horizonte que a ella le gustaba contemplar con la mente en blanco sentada en la comisura de mi sonrisa mientras sujetaba entre sus manos la libreta que tú le regalaste. Quizás nunca tuve esa cálida sonrisa que cada día le daba fuerzas para seguir lejos de ti… No lo sé.
Ya han pasado dos meses sin ella. Se fue el día nueve, como el nueve en el que tú tanto crees. Y aunque sigue buscando unos ojos donde parar a descansar sin que el viento la zarandee dañando sus alas nuevas, ella siempre se quedará con tu sonrisa.