Sin título - Grafito y lapiceros de colores, 2014 |
Si
en esos momentos se hubiera concentrado en el queso fresco con anchoas
probablemente aquel joven indeciso hubiera escogido esa y no otra de las tapas
que la camarera le acababa de ofrecer a una velocidad marcada casi por el ritmo
de la clientela entrando y saliendo de aquella cafetería tan concurrida. Pero
estaba tan concentrada en que no pidiera el huevo frito que al final, entre
numerosas divagaciones sobre con qué acompañar la caña con poco limón que le
acababa de servir, se decantó por el dichoso huevo frito.
Así
era la vida. Dedicaba tanto tiempo a pensar lo que no deseaba que dejaba pasar
las oportunidades delante de sus narices y mucho peor aún… Lo que no deseaba se
acababa cumpliendo por toda la energía que depositaba en ello, y terminaba resignándose
por su mala suerte, como si nunca hubiera esperado tan terrible final. Un final
que desde fuera veíamos muy claro desde el primer día que la conocimos.
Mamá
siempre decía que “aquello en lo que te concentras crece”. Ella se concentró
mucho en un hogar propio, con cochera y trastero, y lo consiguió después de
muchos y largos años de concentración que parecían interminables. Ahora se
concentra en el bienestar de la familia para que el hogar siga siendo caluroso
incluso en días como hoy, que no sabes si nieva, si llueve, si hay mucho viento
o si sólo está nublado, pero en los que el frío se cuela por la única rendija
que queda abierta en unos zapatos ajados después de un largo caminar.
Después
del trabajo iba a casa o a clase, dependiendo del día de la semana después de
clase iba a casa o al trabajo. En el trabajo siempre sintió la gran dicha de
ser receptora de sonrisas. Cada día unas cien sonrisas diferentes. A veces le
llegaban torcidas, o un poco apagadas. A veces le llegaban llenas de
agradecimiento y otras, con ganas de contar algo más. Miles de sonrisas
diferentes al cabo del mes. Y la suya siempre de oreja a oreja dispuesta para
cada uno de los clientes que dejaban en aquel local una pequeña parte de ellos
mismos: un ticket doblado formando un barquito o una pajarita, un azucarillo
doblado, una pajita mordida, una servilleta llena de garabatos que cuentan una
historia muy personal, una mancha en el sofá con nombre propio…
Cuando
llegaba a aquel cubo oscuro pero lleno de luz y de vida, todo cambiaba. Supongo
que para ella era como volcar todo lo que iba acumulando durante la semana
sobre aquel escenario. Una forma de vomitar todas esas historias que se iban
entrometiendo en la suya propia cuando al otro lado de la barra alguien no
encontraba consuelo. Así era como comenzaba cada martes la semana fresca y
capaz de coleccionar otro millar de sonrisas e historias que un nuevo lunes
vomitaría en el cubo negro donde sin ser ella, era más ella que nunca. Jamás me
lo supo explicar, pero creo que no es difícil entender esa sensación de despojo
sin que importe quién escuche o mire. Al fin y al cabo ahí arriba sólo ella
sabía dónde acaba su ficción y empezaba su verdad, esa que tan a menudo
perseguía sin saber muy bien qué rumbo tomar.
Todo
se había vuelto muy intenso, y tras muchos meses recibiendo y sobretodo,
regalando miles de sonrisas cada semana, llegó un día en el que empezó a notar
que se le estaba desdibujando la comisura de los labios. En aquel cubo negro,
bajo una tenue luz azul que bañaba todo el hombro izquierdo de aquel gélido
escenario, recapacitó mientras al protagonista de esa historia que ya era
también la suya, un corto circuito en la mente le hizo matar a un amigo. El
sonido del acordeón supo entrar directo donde más duele, donde las entrañas se
te agitan y te hacen sentir más verdadera que nunca y pensó, pensó que quizás había
estado muy ocupada con cosas banales que a veces hacen la vida más fácil, pero
no más auténtica.
Respiró
hondo, yo la vi desde la butaca donde me había reservado un hueco en primera
fila. Respiró tan hondo que yo misma la sentí antes de que saliera con su paso
firme a recordarnos que hemos perdido el sentido de la ciudadanía. En sus ojos
pude sentir el agotamiento de querer perseguir un sueño que la sociedad actual
le impedía alcanzar por su falta de medios materiales. Ella trabajaba para
acceder a ellos, pero no era suficiente cuando a final de mes no podía comprar
un lapicero nuevo para repasar el contorno de su sonrisa. Y poco a poco, como
quien pasa la mano por encima de una obra maestra hecha a pastel o carboncillo,
su sonrisa se fue nublando, como los “esfumatos” de Da Vinci que nos dejan con
la incertidumbre de si la Giocconda sonríe o no.
Yo
sé que lloró esa noche, aunque ninguna de las sonrisas que pasó esa tarde por aquella
cafetería tan concurrida notó ni una pincelada de su profunda tristeza. Lloró
porque los cambios requieren mucho valor, y duelen.
Desde
aquel día no la volví a ver.
No
me puso nunca más ese café con leche tan rico que sin querer siempre dejaba
entrever la forma de un corazón con la crema de la leche. La vida seguía en la
ciudad, y desde luego, ella había dejado, como todos los que habían pasado por
allí, una parte de su esencia en aquella cafetería que un día se convirtió en
su hogar.
Una
camarera que aún habla con ella me contó mientras le regalaba mi sonrisa que
está concentrándose en lo que más desea, y está disfrutando de los pequeños
placeres de la vida, como respirar aire frío sentada frente a la catedral de su
pequeña ciudad.