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Fotografía 1993 |
Había pasado la peor noche en mucho
tiempo, como aquellas en las que esperábamos a los Reyes Magos y con la emoción
del momento no sabíamos si esperar despiertos a que llegaran o intentar dormir
para que entraran de una vez por la ventana. Vuelta tras vuelta no era capaz de
conciliar el sueño.
Cuando el despertador sonó no le
costó ponerse en pie. Levantó la persiana y vio que el día había amanecido nublado,
indeciso. A veces llovía, a veces no. Como ella.
En la cama aún dormía el hombre que
le iba a dar la vida que todo padre deseaba para su hija. Sin despertarle bajó
a desayunar con dificultades. Se sentía más pesada que nunca.
En la cocina aquella mujer ruda
preparaba ya la comida de un día de fiesta en ese pequeño pueblo olvidado donde
siempre hacía frío.
Mamá se sentó al calor del brasero.
El día transcurrió como todos los
días allí, contemplando por el ventanal de la cocina caer las goteras sobre las
piedras del patio, donde los gatos que iban a comer las sobras de la comida se
resguardaban bajo el guardabarros del tractor que descansaba tras una semana de
duro trabajo. En el gallinero no había movimiento. El perro dormía enroscado
junto al pajar. Las flores de mayo temblaban al ser golpeadas por la lluvia,
como ella cuando salía del calor del brasero.
Cuando la lluvia paró fue contigo a
dar un paseo por las calles empedradas, tristes y desoladas de aquel lugar
donde nada era acogedor. Ni siquiera la pequeña plaza donde había un parque
infantil escaso de alegría.
Fuera no hacía frío, así que
llegasteis casi hasta la orilla del río, donde ella ahogaba sus penas y tú
disfrutabas viendo los cangrejos levantar sus pinzas al aire.
De nuevo en casa empezó a encontrarse
mal, pero tú no podías hacer nada y el hombre que iba a hacerla feliz estaba en
el bar, como siempre.
Yo sólo deseaba hacerla sonreír, así
que me empecé a inquietar por no poder estar a su lado. Y cuanto más me
inquietaba yo, peor se encontraba ella, así que pensé que lo mejor era no
dilatar mi presencia.
Eran las dos y media de la madrugada.
El calendario ya marcaba 7 de mayo cuando entre toallas, mamá me recibió
empapada en sudor. Y sonrió. Sabía que mi visita le haría sonreír.
Estábamos solas en aquella habitación
blanca. Nadie nos molestaba, nadie nos observaba. Hacía calor. Entre los brazos
de mamá nunca hacía frío.
Y mientras ella me pasaba su mano
enorme por la frente, yo intenté acariciarla sin mucho éxito.
Y mamá por fin durmió, mientras en
aquel gélido pueblo olvidado el ruido de las copas y la verbena no dejó que
aquel hombre que nunca la hizo feliz escuchara el primer latir de mi corazón.
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