7 de mayo

Fotografía 1993


Había pasado la peor noche en mucho tiempo, como aquellas en las que esperábamos a los Reyes Magos y con la emoción del momento no sabíamos si esperar despiertos a que llegaran o intentar dormir para que entraran de una vez por la ventana. Vuelta tras vuelta no era capaz de conciliar el sueño.
Cuando el despertador sonó no le costó ponerse en pie. Levantó la persiana y vio que el día había amanecido nublado, indeciso. A veces llovía, a veces no. Como ella.
En la cama aún dormía el hombre que le iba a dar la vida que todo padre deseaba para su hija. Sin despertarle bajó a desayunar con dificultades. Se sentía más pesada que nunca.
En la cocina aquella mujer ruda preparaba ya la comida de un día de fiesta en ese pequeño pueblo olvidado donde siempre hacía frío.
Mamá se sentó al calor del brasero.
El día transcurrió como todos los días allí, contemplando por el ventanal de la cocina caer las goteras sobre las piedras del patio, donde los gatos que iban a comer las sobras de la comida se resguardaban bajo el guardabarros del tractor que descansaba tras una semana de duro trabajo. En el gallinero no había movimiento. El perro dormía enroscado junto al pajar. Las flores de mayo temblaban al ser golpeadas por la lluvia, como ella cuando salía del calor del brasero.
Cuando la lluvia paró fue contigo a dar un paseo por las calles empedradas, tristes y desoladas de aquel lugar donde nada era acogedor. Ni siquiera la pequeña plaza donde había un parque infantil escaso de alegría.
Fuera no hacía frío, así que llegasteis casi hasta la orilla del río, donde ella ahogaba sus penas y tú disfrutabas viendo los cangrejos levantar sus pinzas al aire.
De nuevo en casa empezó a encontrarse mal, pero tú no podías hacer nada y el hombre que iba a hacerla feliz estaba en el bar, como siempre.
Yo sólo deseaba hacerla sonreír, así que me empecé a inquietar por no poder estar a su lado. Y cuanto más me inquietaba yo, peor se encontraba ella, así que pensé que lo mejor era no dilatar mi presencia.
Eran las dos y media de la madrugada. El calendario ya marcaba 7 de mayo cuando entre toallas, mamá me recibió empapada en sudor. Y sonrió. Sabía que mi visita le haría sonreír.
Estábamos solas en aquella habitación blanca. Nadie nos molestaba, nadie nos observaba. Hacía calor. Entre los brazos de mamá nunca hacía frío.
Y mientras ella me pasaba su mano enorme por la frente, yo intenté acariciarla sin mucho éxito.
Y mamá por fin durmió, mientras en aquel gélido pueblo olvidado el ruido de las copas y la verbena no dejó que aquel hombre que nunca la hizo feliz escuchara el primer latir de mi corazón.


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