En el bolsillo de atrás


Van a cumplirse dos años desde que te escribí aquella carta y aún me sigo preguntando cómo las pocas fuerzas que te quedan las sigues empleando para amargar a quienes están a tu lado.
Si en algún momento de debilidad o compasión por ti, que me demuestras cada día que eres más y más triste según pasan los días, se me pasó por la mente dar mi brazo a torcer, ten por seguro que ya no me quedan ganas para sonreír a quien se dedica a hundir la vida de quienes más quiero, que son los mismos a quien tú deberías cuidar un poco más.
En esta ocasión te escribo para pedirte un favor. Ya que nunca jamás me has regalado nada, ni has tenido un gesto desinteresado de amor hacia la que lleva tus genes pero no tu apellido, espero que tengas la delicadeza de ceder ante mi ruego. No te preocupes porque no te voy a pedir dinero. En mi vida hay cosas más importantes, aunque eso tú aún no lo hayas aprendido. Cosas esenciales como la familia.
Me da dentera tener que escuchar de la boca de quien tuvo que soportar tu mano, pero sobretodo tu lengua viperina, cómo vuelcas sobre él tus frustraciones personales. Porque con tu edad los golpes te duelen más a ti cuando los das, pero las palabras te sacian, te ponen a mil, como el alcohol en el que empapamos las gasas que curan cada día el corazón del único que ha sido capaz de concederte, una y mil veces, nuevas oportunidades que tú no has sabido valorar y que desde luego, no mereces.
Nadie es perfecto, pero un hijo es hijo hasta el día que te mueres, no elegimos su color de ojos, ni el de pelo, y mucho menos su capacidad intelectual, su carácter o salud. La mayoría se conforman con que su hijo al nacer esté sano, y se preocupan de formarlo a lo largo de su vida como persona. No sé cómo serás como amigo a la hora de la partida en el bar, supongo que quienes te dan las señas al otro lado del tapete estén contentos de que pagues tus rondas de whisky, pero desde luego, como padre no vales un real: sólo has sabido despreciar, maltratar y humillar a lo único bueno que la vida te ha dado; y te sobra vergüenza para ir reclamando algo que un padre jamás pide a un hijo: recompensa.
¿Sabes? Los hijos tampoco elegimos a nuestras madres ni a nuestros padres, pero todos, salvo casos excepcionales, presumimos de tener la mejor madre o el mejor padre del mundo. Te puedo asegurar que nuestra madre es la mejor, no del mundo, del universo, y que no me avergüenzo en absoluto cuando tengo que decir que cualquier padre sería mejor que tú. Eso sí, con ninguno habría aprendido lo que aprendí viviendo contigo y lo que sigo aprendiendo ahora que ni siquiera te veo. La vida es maravillosa cuando eres consciente de que has dejado atrás a las personas que no quieren estar contigo. Y avanzar es más fácil cuando seres como tú desaparecen de nuestros horizontes.
Mi petición no es otra más que abandones. Que te retires. Que si estás frustrado porque la vida te ha dado el fruto de lo que has ido sembrando, te vayas al río y tires piedras al agua. Que aquello que tengas que decir, se lo digas a un espejo, pues nadie salvo tú mismo, merece oír las palabras que vas esparciendo.
¿Que te demos las gracias a ti de qué? Cuando un hijo enferma se lucha por él porque es tu hijo, no para que el día de mañana tenga que darte las gracias por ello. Eso demuestra quién es aquí “la mierda”, aunque tú quieras que se vea de otra manera.
Quizás no seamos ingenieros, ni grandes empresarios; seguramente nunca conduzcamos un cochazo. Pero somos personas y tenemos algo que a ti te falta: corazón.
Así que por favor, desaparece, déjanos tranquilos, que cada uno sabe bien lo que lleva en su mochila salvo tú, que no acabas de comprender que eso que nos quieres meter en el bolsillo de atrás es la carga de tu equipaje, no del nuestro, y te toca arrastrarlo a ti. Las cicatrices que nos dejaste ya pesan bastante, y no necesitamos que nos recuerden cómo se quedaron grabadas en nuestras pieles.
Si necesitas hablar llama a tu madre, que le vendrá bien escuchar todo eso que no sabes a quién contarle. Pero no pretendas abrir un nuevo agujero donde las cicatrices están aún tiernas, porque te juro por mi vida que no va a quedar nadie sin saber quién eres.
Sigue tu camino y olvídanos, que al fin y al cabo, no puede resultarte tan complicado.