![]() |
Marcapáginas 2013 - tinta |
-
Lo bonito de la magia es mantenerse en la
ignorancia, no intentar encontrar el truco – dijo mientras contemplaban a un
mago poco hablador que actuaba en plena calle bajo la atenta mirada de los
viandantes.
Él posó su dulce mirada sobre ella,
cansada de una larga jornada de trabajo. Ella continuaba mirando al mago, que
dejó boquiabiertos a los espectadores improvisados que se iban apelotonando
llamados por la curiosidad.
Caminaron toda la noche. Nerviosos,
cansados, impacientes por saber un poco más el uno del otro buscaron tesoros en
una ciudad fría que enmarcaba aquella escena improvisada.
Hacía apenas una semana había dicho
sin pestañear que se habían perdido los valores de la vida, que nada era para
siempre, que el tiempo deja el cariño, pero que el Amor… el Amor termina
apagándose con el trascurso de la vida. Ya no se imaginaba a sí misma dada de
la mano compartiendo canas con el hombre que algún día supiera hacerla perder
el sentido como cuando tuvo diecinueve y las locuras merecían la pena si eran
para robarle el corazón al joven de la clase de al lado que a veces se colaba
en sus presentaciones de la clase de escultura. Ya no creía posible que hubiera
algún hombre que después de muchos años, al mirarla arrugada y canosa le
susurrara que “es lo más hermoso que ha visto nunca”. Ya no. Esa época se
perdió en algún cuaderno lleno de borrones donde a veces, garateaba su nombre
una y otra vez con la esperanza de que al repetirlo estuviera más cercano a
ella.
Lo había dado todo por perdido,
hasta las horas que pasó intentando comprender por qué motivo tenía que
conformarse con alguien que nunca había querido acompañarla al cine, nunca la
había besado en público y que siempre tenía algo más importante que hacer. Y se
conformó.
-
Mamá ¿tú crees en las casualidades?
-
No entiendo…
-
Que si crees en el azar o piensas que todo
sucede por algún motivo.
-
Todo sucede por algo, hija. Pero esa es sólo mi opinión.
-
Yo también lo creo – contestó sonriendo mientras
dejaba su mirada perdida a través de la ventana de la cocina donde de vez en
cuando y si el reloj se lo permitía, le gustaba charlar con mamá mientras ella
tomaba su café sólo y sin azúcar.
Aquella noche de mayo hacía frío, y
cuando llegó a casa abrió el estuche donde guardaba todos los rotuladores que
con el tiempo, habían sobrevivido a las épocas de sequía. Sus rotuladores de la
marca Carioca, con capuchón blanco
ahora ennegrecidos de estar guardados siempre en el mismo lugar. Pocos habían
superado aquellos años de tempestades en los que ella, llena de rabia por las
circunstancias que le habían tocado vivir, apretaba las puntas contra las hojas
en blanco que soportaban todos sus enojos. Pocos más sobrevivieron además de
los rotuladores grises y los verdes. Supongo que entre tanta tristeza, siempre
le quedó algo de esperanza…
Los sacó todos sobre la mesa donde
cumplió tantos sueños y dejó escritos otros muchos por cumplir. Y sonrió
mientras recordaba aquella tarde en que, entre tazas de café y berlinas de
chocolate, él le robó su primera sonrisa.
Todo había surgido como por arte de
magia, y lo bonito de ésta es no intentar encontrar el truco…
Mientras ella recogía en su estuche
los viejos compañeros de ilusiones que le pusieron color a tantas sonrisas, él
buscaba un momento, un lugar, una frase, un gesto… con el que decirle que
deseaba ser el rotulador gris que siempre está en su estuche y al que nunca se
le seca la tinta.