Fotografía, 1986
El otro día
estuvimos revisando los viejos álbumes de fotos que mamá tiene guardados en el
antiguo mueble que hace poco restauró para la nueva casa donde os fuisteis a
vivir hace algo más de dos años. Ya se les ven las esquinas levantadas y ajadas
que ansían gritar los secretos que han mantenido guardados entre sus láminas de
plástico a través de las que tu mirada siempre aparece triste. Pero hay
secretos que no hace falta contar.
Algunas fotos
se habían escapado de su sitio y vagaban descolocadas entre páginas que no
correspondían a su año, en ocasiones ni a su protagonista. Ella, con el bikini
azul que el abuelo le había regalado de la tienda en la que vivía junto a la
abuela, miraba con el ceño fruncido a causa del sol a la cámara, mientras se
apartaba las ondas que la humedad del mar había despertado en su media melena
recién cortada para pasar el verano.
Otras estaban
recortadas, dejándote sólo soplando una tarta de cumpleaños que algún inconsciente
ya había querido empezar antes de que tú soplaras tus velas y estropearas tu
tarta. “2 años, 1986” ponía por detrás, junto a tu nombre. Los amarillentos
azulejos grises de aquella cocina me recordaban a algo, pero no sabía a qué...
En el bautizo
de ella dos manchurrones de rotulador negro borraban el recuerdo de dos
personas que yo nunca sabré quienes fueron, pero que quien les quiso olvidar en
su día sabrá siempre a quiénes quiso apartar de vuestra memoria. A veces,
empeñarnos en olvidar hace que recordemos mucho más. Ella, con sus ojos como
platos miraba a dos sombras negras que la mantenían en brazos bajo la atenta
mirada de su madrina, que siempre veló por ella a pesar de su juventud.
Mamá, con su
melena rizada de un rubio ceniza como la que él fue dejando a su paso por
vuestras vidas, la cogía en brazos a ella, cuyas piernas aún no estaban
preparadas para caminar, y tú por fin sonreías, aunque te costaba mirar al
objetivo de la cámara que sostenían las manos que te marcaron por si tus ojos
se cruzaban con los suyos.
Vuestras
miradas siempre reposaban tristes en aquellos papeles. Y tú desaprendiste a
sonreír, mientras ella buscaba la mitad de una tarta, tu tarta, que te fue
arrebatada en una cocina de pueblo con azulejos grises como la ceniza que él
fue dejando en su paso por nuestras vidas antes de que tú mismo pudieras
disfrutar de ella.
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