Zumo, té, café...


Autorretrato - tranfer
No había nada peor para ella que ser consciente de la realidad y no querer creérsela. Pero ya sabes cómo somos a veces, que nos gusta ser esa persona especial en la vida de alguien que sólo tiene hueco para sí mismo en su vida. Y nos machacamos pensando que algo no estamos haciendo bien porque sus suspiros no los provocamos nosotros; porque no somos con quienes desean compartir sus experiencias, su camino. Y así pasan los días, creyendo como ella creía, que algún día todo sería diferente. Pero a ella se le empezaron a pasar  los años sin que nada en su corazón hubiera cambiado. Bueno, si, el vacío en su pecho cada minuto se hacía más grande.
Esta historia ya la conoces, y sé que no te gusta nada oír hablar de él. Pero es necesario que te cuente la verdad que yo viví junto a ella.
Les unió el destino, con una visita inesperada del hombre al que ella más ha querido en su vida: su primo.
Aquella mañana soleada de noviembre su primo fue a tomar un café sólo  pero acompañado al restaurante donde ella llevaba unos meses trabajando. Su acompañante pidió zumo de naranja natural. Podría decir que fue el zumo natural más insistente que yo he conocido. Discreto, pero insistente. Ella no tenía muy claro querer iniciar algo en una época de estudios, trabajo, idiomas, en la que el alma se despista y juega batallas que muchas veces no somos capaces de lidiar. Pero sus ojos azules creo que la convencieron, y su falta de interés a posteriori, la convenció de que ese zumo era una buena opción, pues nunca había probado el dulzor de una fruta que la dejara espacio para vivir tu vida. Y así fue como se dejó engañar por una naranja que poco a poco se fue volviendo ácida.
No voy a entrar en detalles. De sobra es sabido que cuando nos enamoramos, perdemos la noción de lo que es justo y de lo que deja de serlo, perdemos nuestras propias convicciones, e incluso podemos llegar a perder la dignidad, como le pasó a ella, dejándose llevar por la esperanza de que cuando él confiara en ella, sería capaz de dar un paso más, sería posible pasear con él y darle la mano por la calle o abrazarlo. Pero los días se escurrían por el calendario de una vida que iba pasando sin haber compartido ni una mirada bajo la intimidante presencia de una catedral cada día más llena de historias que contar.
Nunca hubo tiempo para ella. Me lo contaba en cada café que compartimos, y en su mirada se adivinaba el dolor de estar dándolo todo por él y no sentir siquiera una caricia de correspondencia. Todos le decíais que no se merecía eso, y sin embargo ella era al único que deseaba. Cuando otro hombre la sonreía, ella sólo podía pensar en los ojos azules que la conquistaron al otro lado de la barra donde empezó a fabricar sueños sin saberlo.
Nadie sabía que existía una persona tan buena y honrada como ella. Yo no daba crédito cuando me decía con esa sangre fría a veces hiriente que ella en su vida era un fantasma. Nadie la conocía. Y nadie la conocerá.
Siempre he creído que la vida nos regala la compañía de ciertas personas para empaparnos de su vitalidad, de su alegría, para comprender que la vida no es un castigo como muchos creen, sino que puede ser un regalo maravilloso. Y siempre he creído que esas personas no deberían pasar desapercibidas, porque lo que tienen que enseñarnos y regalarnos, es mucho y muy grande. Pero él no le dio la opción de compartir nunca nada a su lado, cuando ella le hubiera enseñado la esencia de vivir sólo con un gesto, con una mirada. Créeme si te digo que no le hacían falta las palabras para mostrarte con una sonrisa el universo. Su universo. Nuestro universo. Y se moría de ganas de mostrárselo a él, pero nunca pudo. Siempre había algo mejor que ella esperándole al otro lado del umbral de una puerta que nunca jamás debió haber cruzado si lo que deseaba era quedarse detrás, en la rutina de una vida de libertad que te regala la sensación de dominar tu vida como quieres, pero cuyo precio sólo se paga con la soledad.
A él no debía importarle estar solo. Pero considero, y no por conocerla a ella de la manera que la conozco, que fue egoísta desde el momento en que no la avisó de cómo era. Mamá siempre dice que el zumo natural hay que bebérselo deprisa porque sino las vitaminas se oxidan y se pierden. A él le pasó eso, pero la culpa fue de ella por querer beber un zumo natural a sorbitos.
Sé que va a llorar cuando se dé cuenta de que el trago que le queda está amargo. Y sin vitaminas. Creo que no le quede ni pulpa a ese dichoso zumo de naranja. Pero para apreciar lo dulce, necesitamos momentos amargos en nuestra vida.
Es una pena que tanto amor se haya quedado flotando en el aire, y que no lo haya sabido apreciar. Hubiera sido muy feliz a su lado. Pero está claro que no podemos cambiar la naturaleza de las personas, y quien nació para ser bebido de un trago y sin pensarlo, no podemos pretender transformarlo en una infusión que nos calienta las manos y nos colma de sensaciones en cada sorbo que le damos.
Otros hemos nacido a la espera de un buen café sólo y bien cargado, que nos mantenga despiertos y nos dé suficiente energía para acabar con dignidad lo que una mañana soleada de noviembre comenzamos.

La Historia de La Fábrica de Sueños

Montaje fotográfico 2014

Quizás era un problema de consciencia.
La fábrica de sueños nunca cerraba, siempre tenía sus puertas abiertas para quienes deseaban entrar a soñar libremente. Quien prefería entrar a sonreír o simplemente a saludar, también era bienvenido. En esa fábrica se trabajaba cada día de forma continuada con un solo objetivo: que nadie se quedara sin poder palpar sus sueños.
Los materiales que allí se usaban respetaban totalmente el medio ambiente, porque había quienes soñaban con un mundo más sano donde respirar aire libre; libre de odios y rencores, de malos humos, de soberbia... Ya sabéis, todo eso que contamina nuestro pequeño planeta. Por eso siempre se trabajaba con amor, con ilusión, con esfuerzo, con empeño, con imaginación, con dedicación, compañerismo… entre otros materiales no contaminantes.
La fábrica de sueños llevaba trabajando muchos años antes de que yo la conociera. Afortunadamente para mí, siempre fui una gran soñadora, por eso un día acabé llegando a las puertas de aquella especie de cabaña que poco se parecía a las fábricas convencionales que yo había visto en los polígonos industriales de las ciudades que un día visité.
Yo estaba soñando el día que abrí su minúscula puerta de madera que dejaba entrever el interior. Y muy amablemente, me dieron la bienvenida todos aquellos que como yo estaban allí, viendo cómo sus sueños se cumplían. Entonces vi con mis propios ojos cómo uno de los sueños que más se repetía en mi alocada cabeza se estaba haciendo realidad. Fue un momento muy especial…
Cuando desperté algo había cambiado en mí, pero a mi alrededor todo continuaba su serena y gris rutina. Era como si el tiempo se hubiera congelado y yo siguiera en movimiento.
La fábrica de sueños…
Y comencé a trabajar. Ya se sabe que antes de ofrecer un producto al cliente uno mismo debe probarlo antes, así que todo lo que se apelotonaba en mi corazón y desbordaba mi mente lo fui enfocando a mí misma, para conocer los resultados a través de la reacción del cliente cuando conociera el producto que yo iba a ofrecer. Y para comprobar si realmente ese sueño era o no por fin una realidad.
¡Uf! Si… Los comienzos son difíciles para cualquier empresa que empieza a emerger, yo no iba a ser menos. Pero yo confiaba en mi sueño, y confiaba en que si existía una “Fábrica de sueños”, es porque realmente se podían llegar a hacer realidad.
El pequeño espacio donde me dedicaba a estudiar algo que aún no comprendo se fue convirtiendo, poco a poco, en mi pequeña oficina llena de Ilusión. Allí (aquí) los sueños brotaban solos, y las ideas para realizarlos ni siquiera se hacían esperar. Cada mañana me despertaba con una cosa más que hacer, un sueño más que crear, una sonrisa nueva que dibujar…
Empecé a recibir encargos llenos de Ilusión, por soñadores que en algún momento dejaron de creer en sus posibilidades, o que simplemente no tenían tiempo en un mundo gobernado por personajes vacíos de contenido que no sólo no saben soñar, sino que no dejan que otros lo hagan.
Los soñadores podrían acabar con el patético mundo que estos personajes han creado con sus palabras barnizadas con una pintura que con el tiempo se vuelve gris, y eso no les interesa, motivo por el cual con su verborrea disfrazada azotan nuestras cabezas, pero lo peor es cuando azotan nuestros corazones.
Todo iba bien, La Fábrica de Sueños siempre estaba presente en mi vida, recordándome lo importante que es hacer felices a los demás haciendo lo que más te gusta. Pero un día apareció un hombre con traje gris para hacerme un encargo, y yo, que no le niego un sueño a nadie, me comprometí con un proyecto que parecía en su comienzo factible. Poco a poco el sueño de ese hombre me iba absorbiendo el tiempo, las fuerzas, las ganas... y mi pequeña oficina empezó a perder su color para entonarse como el polvo que día tras día se iba acumulando allí (aquí). Por las noches la Fábrica de Sueños ya no estaba abierta, dentro sólo se adivinaba oscuridad, y un gran candado oxidado me impedía acceder a su interior. Para intentar crear un hilo conductor entre aquella vieja caseta abandonada y mi alma, escribí en el cabecero de mi cama: “Voici, l’usine de rêves”. “He aquí, la fábrica de los sueños”. Pero eso no funcionó. Me lo escribí en mi cuerpo. Nada.
Pasaban los días, los meses, intentando encontrar cómo completar el sueño que un hombre con traje gris hacía mucho que me había encargado. El cielo se me caía encima pensando que había sueños imposibles de alcanzar. Y poco a poco, dejé de dormir, ni siquiera buscaba ya la vieja caseta que un día iluminó mi vida. Mi oficina estaba llena de bloques de libros cuyo contenido narraba algo de la historia, quizás algo de arte, no sé muy bien el qué, y todo cuanto un día creé, lo fui guardando, porque me molestaba.
Pero todo pasa por algo, dice una gran compañera espiritual, y un día la enfermedad vino a avisarme.
Desde la cama donde reina la inscripción antes mentada, lloré los días de nieve, los días de viento, los días de sol, por no poder levantarme, no poder hacer si quiera la intención de incorporarme para poder finalizar el encargo que hacía casi un año se me había pedido y no era capaz de realizar. Y mi cliente me exigía su producto con despotismo, sin concederme un momento de descanso, sin un ápice de comprensión, y exigiendo cada día más sin ofrecer nada a cambio: ni una sonrisa sincera.
Mamá cada día abría las cortinas de mi pequeña oficina apagada para que el sol iluminara lo poco que quedaba ya de color en su interior. Y un día, embriagada por los calmantes que quitan el dolor del cuerpo pero no el del corazón, la volví a ver. Allí estaba la Fábrica. Me agaché a mirar por los huecos que tenía la puerta y todo estaba oscuro. El candado seguía puesto. Cuando me reincorporé, algo frío chocó contra mi pecho: era una llave. Abrí la puerta, todo se iluminó. En el rellano podría decir que había un cúmulo de una veintena de papeles. Cogí uno y leí: “7 de mayo de 1992. Deseo que mamá me deje sus pinturas de tubo”. Cogí otro: “7 de mayo de 1996. Deseo con todas mis fuerzas estudiar esa carrera donde pintas y dibujas todos los días”. Otro más: “7 de mayo de 2005. Deseo que mis miedos desaparezcan durante la carrera”. Otro: “7 de mayo de 2013. Deseo viajar por el mundo dibujando sonrisas”. Uno tras otro, aquellos papeles tenían escritos los deseos que había pedido cuando soplaba las velas de la tarta de cumpleaños. Levanté la mirada y allí estaba todo lo necesario para ponerse manos a la obra y empezar a producir. Sonreí llena de luz por primera vez en mucho tiempo.
La Fábrica de Sueños reabrió sus puertas el día que yo comprendí que los hombres grises existen para aprovecharse de todos los que como tú y como yo, soñamos cada día con un mundo en el que se puede respirar aire LIBRE. Porque por lo general, quien sueña, lucha.
Comprendí que cada uno es su propia fábrica de sueños, pero hay quienes necesitan concienciarse de que de su cuello cuelga la llave que abre la puerta que espera impaciente ser abierta en su interior por cumplir aquellos deseos que un día pensó, imaginó, suspiró… y nunca se atrevió a realizar porque al lado había alguien vestido de gris que osó decirle que era imposible.
-                 “Aquí hay un problema de consciencia”- me dijo aquel hombre cuando le dije que sólo él con su esfuerzo y su trabajo podría cumplir el sueño que a tantos soñadores como yo les había ido encargando sin éxito ninguno. - “Desde luego que sí”- le contesté. - “Éste es tu sueño, no el mío, pero aún no eres consciente”-
Cortésmente me despedí, y antes de cruzar la puerta que separaba su vida y la mía, me giré y le dije: “soy Mónica, la Fábrica de Sueños”. Hice una reverencia y me perdí en el tumulto de la gente de cuyos corazones se desprendía un calor primaveral que casi anunciaba el verano en los árboles frutales que rodean mi pequeña Fábrica.

Sonrisas apagadas

Sin título - Grafito y lapiceros de colores, 2014

Si en esos momentos se hubiera concentrado en el queso fresco con anchoas probablemente aquel joven indeciso hubiera escogido esa y no otra de las tapas que la camarera le acababa de ofrecer a una velocidad marcada casi por el ritmo de la clientela entrando y saliendo de aquella cafetería tan concurrida. Pero estaba tan concentrada en que no pidiera el huevo frito que al final, entre numerosas divagaciones sobre con qué acompañar la caña con poco limón que le acababa de servir, se decantó por el dichoso huevo frito.
Así era la vida. Dedicaba tanto tiempo a pensar lo que no deseaba que dejaba pasar las oportunidades delante de sus narices y mucho peor aún… Lo que no deseaba se acababa cumpliendo por toda la energía que depositaba en ello, y terminaba resignándose por su mala suerte, como si nunca hubiera esperado tan terrible final. Un final que desde fuera veíamos muy claro desde el primer día que la conocimos.
Mamá siempre decía que “aquello en lo que te concentras crece”. Ella se concentró mucho en un hogar propio, con cochera y trastero, y lo consiguió después de muchos y largos años de concentración que parecían interminables. Ahora se concentra en el bienestar de la familia para que el hogar siga siendo caluroso incluso en días como hoy, que no sabes si nieva, si llueve, si hay mucho viento o si sólo está nublado, pero en los que el frío se cuela por la única rendija que queda abierta en unos zapatos ajados después de un largo caminar.
Después del trabajo iba a casa o a clase, dependiendo del día de la semana después de clase iba a casa o al trabajo. En el trabajo siempre sintió la gran dicha de ser receptora de sonrisas. Cada día unas cien sonrisas diferentes. A veces le llegaban torcidas, o un poco apagadas. A veces le llegaban llenas de agradecimiento y otras, con ganas de contar algo más. Miles de sonrisas diferentes al cabo del mes. Y la suya siempre de oreja a oreja dispuesta para cada uno de los clientes que dejaban en aquel local una pequeña parte de ellos mismos: un ticket doblado formando un barquito o una pajarita, un azucarillo doblado, una pajita mordida, una servilleta llena de garabatos que cuentan una historia muy personal, una mancha en el sofá con nombre propio…
Cuando llegaba a aquel cubo oscuro pero lleno de luz y de vida, todo cambiaba. Supongo que para ella era como volcar todo lo que iba acumulando durante la semana sobre aquel escenario. Una forma de vomitar todas esas historias que se iban entrometiendo en la suya propia cuando al otro lado de la barra alguien no encontraba consuelo. Así era como comenzaba cada martes la semana fresca y capaz de coleccionar otro millar de sonrisas e historias que un nuevo lunes vomitaría en el cubo negro donde sin ser ella, era más ella que nunca. Jamás me lo supo explicar, pero creo que no es difícil entender esa sensación de despojo sin que importe quién escuche o mire. Al fin y al cabo ahí arriba sólo ella sabía dónde acaba su ficción y empezaba su verdad, esa que tan a menudo perseguía sin saber muy bien qué rumbo tomar.
Todo se había vuelto muy intenso, y tras muchos meses recibiendo y sobretodo, regalando miles de sonrisas cada semana, llegó un día en el que empezó a notar que se le estaba desdibujando la comisura de los labios. En aquel cubo negro, bajo una tenue luz azul que bañaba todo el hombro izquierdo de aquel gélido escenario, recapacitó mientras al protagonista de esa historia que ya era también la suya, un corto circuito en la mente le hizo matar a un amigo. El sonido del acordeón supo entrar directo donde más duele, donde las entrañas se te agitan y te hacen sentir más verdadera que nunca y pensó, pensó que quizás había estado muy ocupada con cosas banales que a veces hacen la vida más fácil, pero no más auténtica.
Respiró hondo, yo la vi desde la butaca donde me había reservado un hueco en primera fila. Respiró tan hondo que yo misma la sentí antes de que saliera con su paso firme a recordarnos que hemos perdido el sentido de la ciudadanía. En sus ojos pude sentir el agotamiento de querer perseguir un sueño que la sociedad actual le impedía alcanzar por su falta de medios materiales. Ella trabajaba para acceder a ellos, pero no era suficiente cuando a final de mes no podía comprar un lapicero nuevo para repasar el contorno de su sonrisa. Y poco a poco, como quien pasa la mano por encima de una obra maestra hecha a pastel o carboncillo, su sonrisa se fue nublando, como los “esfumatos” de Da Vinci que nos dejan con la incertidumbre de si la Giocconda sonríe o no.
Yo sé que lloró esa noche, aunque ninguna de las sonrisas que pasó esa tarde por aquella cafetería tan concurrida notó ni una pincelada de su profunda tristeza. Lloró porque los cambios requieren mucho valor, y duelen.
Desde aquel día no la volví a ver.
No me puso nunca más ese café con leche tan rico que sin querer siempre dejaba entrever la forma de un corazón con la crema de la leche. La vida seguía en la ciudad, y desde luego, ella había dejado, como todos los que habían pasado por allí, una parte de su esencia en aquella cafetería que un día se convirtió en su hogar.
Una camarera que aún habla con ella me contó mientras le regalaba mi sonrisa que está concentrándose en lo que más desea, y está disfrutando de los pequeños placeres de la vida, como respirar aire frío sentada frente a la catedral de su pequeña ciudad.

La fábrica de sueños

Sin título - lapiceros de colores y grafito 2013

Un sueño es algo que anhelamos ser, es un estilo de vida, un olor, una sensación… Nunca un sueño es una cosa que puedes adquirir en cualquier supermercado. Un sueño es tu sonrisa, es tu pelo despeinado por las mañanas, tu cara de sueño al darme la vuelta en la cama. Un sueño es ver caer las hojas rojizas de los árboles que necesitan desnudarse para seguir creciendo fuertes, y verte aparecer al doblar la esquina. Un sueño es entrar al trabajo y que tú estés allí ya, con ganas de darme un abrazo y dedicarme el mejor de tus bailes detrás de la barra. Un sueño es dibujarte con mis colores, peinarte con mis sonrisas, acariciarte con mis palabras. Un sueño es que estés aquí cada día. Y mientras tanto, intento llegar a aquel lugar al que la sociedad estima que debes llegar. Como si eso me fuera a hacer más feliz. Como si ellos supieran que yo estudié para trabajar. Yo estudié porque para mí aquello era y sigue siendo un sueño. Y lo compagino con el de servir cada día una taza de Ilusión a cada cliente que viene de pasada y me regala su sonrisa. Y con el de seguir estudiando para aprender, no para llegar a ser. Por eso en 2014 me propongo dejar de mirar al horizonte y relajarme al volante de este autobús que cada día cuenta con más pasajeros que amenizan mi viaje. Y seguir fabricando sueños de esos que se cumplen cada vez que te veo y te miro y te observo.
Un sueño es que tú te hayas montado en este autobús y que quieras compartir esta parte de tu trayecto conmigo…

Un árbol que hoy empieza a crecer

"Hasta el árbol con menos hojas..." 2013 - grafito

Por fin me encontré entre  papeles, entre mis prisas, mis ensayos y mis errores… Por fin suspiré con calma ante el reflejo de un espejo que no se acordaba de mí. Y me miro y me desconozco, con la mirada perdida, sin saber muy bien si mirarme en el fondo de mis pupilas o quedarme palpando esos huesos que han brotado a la superficie de unos hombros que anuncian un nuevo cuerpo que no es el mío.
Los días han ido pasando y no he encontrado el momento de decirte que te quiero. Y cada día esperaba que te olvidaras de mí y que todo fuera mucho más sencillo. Cada vez que no sabía de ti esperaba que hubieras encontrado quien te saciara la sed, quien te preparara el desayuno y te quitara la camisa antes de ir a dormir. Alguien que al salir de casa te recordara cada día cuánto te quería. Pero siempre regresabas con tus preguntas sencillas, con tus respuestas vacías de color y un extraño interés que nunca comprendí.
Lo confieso: te odié muchos días. Pero te amé durante muchas más noches, incluso aquellas en las que me cambiabas de nombre y rostro por el miedo de volver a ser herido. Pero no me importó, porque yo también me sentí mucho tiempo así. Y esperaba que algún día me dijeras que ya no significaba nada. Pero siempre estabas sin estar. Te sentía aunque no estuvieras y pensar en ti me calmaba.
El más sincero en esta historia siempre has sido tú. Porque yo te pedía palabras que realmente no deseaba escuchar, pero que el corazón, cuando alguna vez late, necesita para continuar bombeando la sangre que nos hace sentir vivos. Y te pedía algo más que nunca tuve y que en el fondo nunca deseé. Supongo que por eso te estoy amando hoy así.
Nunca me prometiste mares, ni viajes, ni tardes de verano viendo la puesta de sol. Ni si quiera prometiste que fueras a estar cuando me resbalara. Y me gustaba así, porque yo no quería más promesas, ni explicaciones, ni viajes donde el corazón se pierde en la belleza de lo superficial. Nunca pediste nada, y tampoco me lo diste.
El tiempo ha ido pasando, como pasan las noches que no quieres que se acaben. Y sigo aquí, esperando que algún día me digas que no significo nada, porque yo a ti no te lo puedo decir.
Lo maravilloso del amor es cuando no lo planeas y te pilla desprevenido, mirando por un ventanal las hojas del otoño que caen. Yo no te quería, pero el viento no te arrastró de mis raíces, y cada día que pasa me alimentas las ganas de seguir creciendo a tu lado. Desnuda, pero completa.
Y desearía no haberte encontrado, porque estaba muy a gusto con mi cuerpo revestido de hojas que me aseguraban un invierno templado. Pero el vendaval me ha dejado una sola hoja a los pies que desaparecerá cuando un buen día reflexiones y te des cuenta de que esta vez ya no significo nada. Una hoja puede salvar un árbol desnudo, embellecerlo, incluso vestirlo… ¿Pero un árbol qué puede hacer por una hoja si cuando llega el invierno la deja caer?
Y mientras tanto me dejo zarandear por la brisa de tus sonrisas y la ternura de tu mirada. Y me dejo mecer por tus besos, por tus caricias… No importa que venga un invierno frío, porque aunque te deje caer de mis manos, sé que estarás alimentando mis raíces desde abajo.
Y me miro y me desconozco, con la mirada perdida, palpando esos huesos que han brotado a la superficie de unos hombros que parecen ramas de un árbol que hoy empieza a crecer...






Aquel árbol

Dibujo a tinta - 2013


La vida se nos tornaba como un árbol que crece, a veces, sin saber hacia dónde se dirigen sus ramas. Que ancla sus raíces en la tierra donde su semilla fue plantada. Que aprende a desprenderse de sus hojas cuando llega el frío, para desnudo, enfrentarse a la falta de tus besos y tus abrazos. Y sus hojas, tristes de no verte, a sus pies realimentarán las raices para estar hermoso una vez más cuando vuelvas de visita otro verano que pasa rápido entre caricias y que anuncia nuevamente tu ausencia.
La vida continuaba también en septiembre, cuando se cambia de ropa para decirte adiós. Y en noviembre, cuando se la quita porque tú no estás para ver su hermosura.
La vida se parecía cada vez más a aquel árbol que nos cobijaba los meses que yo no quería dormir. Y envuelta en hojas me desperté. Hojas de color amarillo que anunciaban, nuevamente, tu partida muy lejos de mí...

Alija, no Martínez



22 de julio de 2013, León



Hoy he decidido escribirte una carta, la forma más cobarde de decir las cosas, pero la única opción que me dejas abierta para dirigirme a ti, después de tantos días. Sin embargo, la forma más valiente de dejar perpetuas las palabras de las que ya nunca me podré retractar. Dudo que algún día desease hacerlo.
Disfruta este momento, porque ni una mirada ya tendrás de mis ojos. Desafortunadamente has dejado tantas cicatrices en estos corazones que también laten en mi pecho que es difícil no acordarse cada día de ti. No voy a decir que lo merezcas o no, no estoy aquí para juzgarte, pero tampoco para amarte.
Este paso que has dado no ha significado más que la tranquilidad en mi vida. Ya no tengo que contestar al teléfono por compromiso, no tengo que hacer visitas incómodas, ni siquiera tengo que preguntar por esa mujer que nunca me quiso (ni yo a ella) porque le recordaba a mamá. Me has quitado un peso de encima y te voy a dar las gracias por quitarme la cara cuando fui a darte aquel beso de despedida, por no mirarme a la cara el último día.
Tú, que sólo tuviste hijos para presumir, en mi caso, del talento que tenía o los estudios que cursaba, como si tú formaras parte en cualquier caso de mis sueños. Que te quede claro: que ni tú me ayudaste a cumplirlos, ni yo contaba contigo mientras trataba de alcanzarlos. Sólo debo admitir que tu incómoda presencia me enseñó cada día de mi vida lo que nunca quería llegar a ser: como tú.
Pero accedí a guardar las formas y ser diplomática. Y a pesar de no recibir nada por tu parte y aguantar menosprecios y faltas de respeto que te tomabas de broma, continué aceptando tus invitaciones, dos o tres veces al año.Tú nunca supiste hacerme sonreír. Creías que necesitaba dinero para quererte más y me decías que no tenías nada, cuando lo único que esperaba era un gesto de amor por tu parte. Y volvía a casa con los bolsillos llenos de humo de tabaco negro y el corazón empapado en un chupito de whisky barato. Y en los ojos, ni siquiera las lágrimas se atrevían a asomar del miedo que te tenía. 
Pero todo eso se acabó. Ahora lloro si me apetece, y me como un dulce o un salado sin esperar que nadie me llame “gorda”. 
 Viviré con esa palabra grabada en la mente y vuestra voz de fondo diciendo: “no creo que te haga falta a ti comer de eso”. No existe tatuaje que borre las cicatrices que has dejado en este hogar que hoy en día sigues destrozando.
No quiero nada relacionado contigo. Quiero olvidar que algún día te dije que te quería. Adoro mi vida sin ti y deseo que así se quede, pues con los años he aprendido que la paternidad es un invento de la sociedad, o de la iglesia. Tú nunca has tenido hijos, y nosotros nunca hemos tenido padre; y si así ha sido siempre, no espero que ahora cambie, ni que tú cambies. 
Has ido poco a poco apartando a todos los que algún día te quisimos de tu lado. Tus lágrimas de cocodrilo ya no me conmueven como cuando era pequeña y me hacías chantaje emocional para que mamá te perdonara. Yo ya no te perdono más. No te quiero en mi vida. A partir de ahora, voy a ser más feliz. Porque antes ya lo era, pero tu alejamiento me hace sonreír más cada día.
Y a pesar de todo, te doy las gracias, porque sin tus desprecios, sin tus insultos, sin tus maltratos, sin tus vicios… Yo no hubiera aprendido jamás lo que de verdad importa en la vida. Y tú, ahora, en la mía no importas nada.

Te quiso: Mónica Alija. Ya no quiero ser Martínez

Magia




Marcapáginas 2013 - tinta
-            Lo bonito de la magia es mantenerse en la ignorancia, no intentar encontrar el truco – dijo mientras contemplaban a un mago poco hablador que actuaba en plena calle bajo la atenta mirada de los viandantes.
Él posó su dulce mirada sobre ella, cansada de una larga jornada de trabajo. Ella continuaba mirando al mago, que dejó boquiabiertos a los espectadores improvisados que se iban apelotonando llamados por la curiosidad.
Caminaron toda la noche. Nerviosos, cansados, impacientes por saber un poco más el uno del otro buscaron tesoros en una ciudad fría que enmarcaba aquella escena improvisada.
Hacía apenas una semana había dicho sin pestañear que se habían perdido los valores de la vida, que nada era para siempre, que el tiempo deja el cariño, pero que el Amor… el Amor termina apagándose con el trascurso de la vida. Ya no se imaginaba a sí misma dada de la mano compartiendo canas con el hombre que algún día supiera hacerla perder el sentido como cuando tuvo diecinueve y las locuras merecían la pena si eran para robarle el corazón al joven de la clase de al lado que a veces se colaba en sus presentaciones de la clase de escultura. Ya no creía posible que hubiera algún hombre que después de muchos años, al mirarla arrugada y canosa le susurrara que “es lo más hermoso que ha visto nunca”. Ya no. Esa época se perdió en algún cuaderno lleno de borrones donde a veces, garateaba su nombre una y otra vez con la esperanza de que al repetirlo estuviera más cercano a ella.
Lo había dado todo por perdido, hasta las horas que pasó intentando comprender por qué motivo tenía que conformarse con alguien que nunca había querido acompañarla al cine, nunca la había besado en público y que siempre tenía algo más importante que hacer. Y se conformó.
-                     Mamá ¿tú crees en las casualidades?
-                     No entiendo…
-                     Que si crees en el azar o piensas que todo sucede por algún motivo.
-                     Todo sucede por algo, hija. Pero esa es sólo mi opinión.
-                     Yo también lo creo – contestó sonriendo mientras dejaba su mirada perdida a través de la ventana de la cocina donde de vez en cuando y si el reloj se lo permitía, le gustaba charlar con mamá mientras ella tomaba su café sólo y sin azúcar.
Aquella noche de mayo hacía frío, y cuando llegó a casa abrió el estuche donde guardaba todos los rotuladores que con el tiempo, habían sobrevivido a las épocas de sequía. Sus rotuladores de la marca Carioca, con capuchón blanco ahora ennegrecidos de estar guardados siempre en el mismo lugar. Pocos habían superado aquellos años de tempestades en los que ella, llena de rabia por las circunstancias que le habían tocado vivir, apretaba las puntas contra las hojas en blanco que soportaban todos sus enojos. Pocos más sobrevivieron además de los rotuladores grises y los verdes. Supongo que entre tanta tristeza, siempre le quedó algo de esperanza…
Los sacó todos sobre la mesa donde cumplió tantos sueños y dejó escritos otros muchos por cumplir. Y sonrió mientras recordaba aquella tarde en que, entre tazas de café y berlinas de chocolate, él le robó su primera sonrisa.
Todo había surgido como por arte de magia, y lo bonito de ésta es no intentar encontrar el truco…
Mientras ella recogía en su estuche los viejos compañeros de ilusiones que le pusieron color a tantas sonrisas, él buscaba un momento, un lugar, una frase, un gesto… con el que decirle que deseaba ser el rotulador gris que siempre está en su estuche y al que nunca se le seca la tinta.

... y calla

Fotografía 2013


-  ¡Come y calla! ¿Sabes lo que es comer y callar? ¿eh? ¡Comer y callar! – espetó aquel hombre a la que parecía su hija, una niña morena que no debía tener más de 5 años, bajo la mirada entristecida de la que suponía era su mujer.
Su hermano, más pequeño que ella, al otro lado de la mesa de aquella tetería que anunciaba algo de calma en el centro de la ciudad, tocaba una banda sonora con la cucharilla sobre el plato donde hacía un instante aún quedaba un trozo de croissant a la plancha.
La niña no levantó la mirada de su chocolate. Su madre no dijo una palabra fijando la vista en la mesa. Ella contemplaba aquella escena sumida en el olor a recuerdos que aquel té que el atento camarero le había servido rezumaba.
Odiaba la comida que hacía aquella mujer ruda y basta. Masticaba, masticaba, se le hacía una bola enorme en la boca, pero no era capaz de tragar. Era entonces cuando aprovechaba para lanzarle las ofensas que cuando eres pequeño tanto duelen y te marcan en lo más profundo de tu corazón aún desprotegido por la falta de experiencia.
-  Pues no sé de qué estás tan gorda si no comes – decía mientras masticaba sin descanso aquella carne de caza que apestaba y limpiaba con la mano los restos de aceite que se escapaban de sus fauces y se precipitaban por su mentón arrugado.
Papá nunca dijo nada. Ni para defenderla, ni para exigir a aquella mujer un mínimo de respeto. Nada. Sólo le decía: -¡Come! Y cuando ella trataba de decir que no le gustaba seguía gritando: -¡Come y calla!
Así pasaron muchos años de insultos y menosprecios que trataba de evitar poniéndose siempre enferma los viernes que por custodia le tocaba ir con papá a aquel pequeño pueblo olvidado donde siempre hacía frío. Pero sus enfermedades nunca fueron lo suficientemente importantes. Siempre acababa allí, en aquel lugar donde el parecido tan evidente que tenía con mamá debía ser castigado a cada instante.
No importaba lo guapa que dijeran las vecinas que fuera. – Está gorda – acababa siempre diciendo ella a modo de chiste, haciendo presente en cada momento la brusquedad y poca falta de finura que la caracterizaban.
Las nietas de las vecinas siempre eran mejores. Hasta cuando se licenció en la carrera que siempre había deseado, tuvo tiempo para preguntarle si eso le servía para algo.
Se tomó el último sorbo de té ya frío. La niña se giró sobre su asiento y le regaló una sonrisa. Ella la correspondió sonriendo a su vez.
Absorta por los viandantes que pasaban frente al ventanal de aquel lugar recogido del vaivén de la ciudad, sonreía con discreción, recordando el último día que vio a esa señora a la que nunca fue capaz de llamar abuela.
Lo bueno de alcanzar cierta edad es que ya no tienes que dar explicaciones de muchas acciones de tu vida, ni tampoco la obligación de cumplir con los demás. Eso la hacía libre, y libremente había decidido no volver a aquel pueblo donde no se le había perdido nada más que la dignidad que el último día recuperó.
-  ¿Ya marcháis? – preguntó a papá, que apuraba el último cigarro antes de entrar en el coche.
Afirmó con la cabeza.
-  Pues hasta la vista – vociferó mientras intentaba acercarse a ella para abrazarla. Siempre seguía el mismo ritual para las despedidas.
Se quedó quieta. Le latía el corazón a mil… ¡no! A dos mil por hora. La sangre rápidamente le había subido a las mejillas, como siempre le pasaba cuando alzaba la voz en público. Y de repente, pasó:
-  Claro que mi carrera sirve para algo. Para soñar. Pero usted nunca sabrá lo que es eso, porque a lo único que dedica su tiempo es a ir a misa y a tirar por la borda los planes de los demás. Aún así debo agradecerle todo este tiempo de menosprecios y zancadillas, porque he aprendido que a lo largo de mi camino encontraré mucha gente como usted, que faltos de ilusiones deciden truncar las de los que sí las tenemos. Pero ni usted ni su Dios van a conseguir que pierda las ganas de luchar por mis sueños, esté gorda o no, pues la gordura se pude corregir pero usted nunca será persona hasta que no tenga la capacidad de ponerse en el lugar de los demás y respetar aquello que la rodea, empezando por sí misma – se metió en el coche y cerró la puerta.
Papá arrancó y preguntó: -¿Te despediste de tu abuela?
-  Sí - susurró mientras bajaba la ventanilla y respiraba el inconfundible aire de la libertad con una rechoncha sonrisa de oreja a oreja dibujada en su cara.