Pañuelos de papel

Sin título - Tinta 2014


Cuando acabó, arrugó el pañuelo de papel y lo volvió a posar en la mesa donde se amontonaban cada día más libros llenos de sueños muy difíciles de fabricar pero imposibles de abandonar, y allí donde cayó se encontró con un par de libras y algún que otro penique que habían sobrevivido a su viaje al interior de la vida. Sonrió todavía con la nariz del color que dicen que tiene el Amor, y abrió la libreta donde guardaba tu carta. Pero no la abrió.
Cogió el bolígrafo que con esperanza había rellenado cada una de las páginas de aquella libreta, y comenzó un nuevo día que pasaría a formar parte de su historia.
Con los pies empapados de recuerdos y la cabeza iluminada por aquella guirnalda que le acercaba cada día un poquito más al cielo, no pudo evitar acordarse de ti.
Me había prometido, cuando aún el verano nos iluminaba la razón, que jamás sería capaz de amar a nadie más. Me juró ahogada en las lágrimas más amargas que nunca he visto derramar que había perdido la fe en la raza humana. Y su llanto me hizo llorar a mí también porque de algún modo yo formaba parte de aquellos en quienes ella había dejado de creer. Lloramos juntas aquella noche. Ella por fuera, yo por dentro. Hasta yo me sentí decepcionada y engañada aquella noche. Podía comprender su agonía.
A su regreso aprendí algo muy importante sólo con verla sonreír cuando salió del portal y la abracé: la distancia no hace el olvido, pero ayuda a curar viejas heridas.
Me contó que el salitre del mar escocía, y que la soledad a veces puede convertirse en nuestra mejor amiga si sabes el tipo de compromiso que adquieres con ella. Yo era feliz, porque había vuelto, y ella parecía haberse deshecho de los fantasmas del pasado, que tan a menudo nos visitan cuando estamos a punto de empezar un nuevo ciclo de nuestra vida.
A medida que la luz del sol se iba apagando, aquella guirnalda iluminaba mucho más su sonrisa. La sonrisa que tú habías conseguido encender después de tantas lágrimas que acababan siendo enjugadas en un pañuelo de papel antes de llegar a regar su corazón. Cuando acabó, volvió a aquel nueve de septiembre en el que le habías dedicado aquellas letras tan hermosas, y releyó lo que había escrito. Ahí estaba tu carta. Yo deseaba que volviera a abrirla. Pero no lo hizo. Creo que tenía miedo a volver dejarse engañar. A veces se siente mucho y se hace poco. A veces se ama mucho y no se arriesga nada.
Allí recostada, en su fábrica de sueños, con la libreta sobre el pecho y el bolígrafo sujeto por la comisura de su felicidad, pensó en ti y en todos los días que te quiso olvidar mientras el frío se colaba por las ventanas de un sótano marchito. Fue en ese preciso momento en el que comprendió que dedicó más tiempo a olvidarte a ti que en recordar a quien un día quiso más que a su propia dignidad.
Pude sentir el escalofrío que recorrió su cuerpo al recordar tu sonrisa. Y también el miedo que empezó a emanar de aquel bolígrafo a partir de ese día, porque sabía que se estaba enamorando de un corazón que jamás la pertenecería.
Entre el desastre de libros llenos de sueños imposibles de abandonar, encontró, junto a un par de libras y algún que otro penique, un pañuelo de papel arrugado húmedo aún del desatino del corazón que se enamora sin razonamiento alguno. Y empapó sus lágrimas de pasión en él, antes de que regaran su corazón y empezara a florecer…

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