Desaprender


Fotografía, 1986


El otro día estuvimos revisando los viejos álbumes de fotos que mamá tiene guardados en el antiguo mueble que hace poco restauró para la nueva casa donde os fuisteis a vivir hace algo más de dos años. Ya se les ven las esquinas levantadas y ajadas que ansían gritar los secretos que han mantenido guardados entre sus láminas de plástico a través de las que tu mirada siempre aparece triste. Pero hay secretos que no hace falta contar.
Algunas fotos se habían escapado de su sitio y vagaban descolocadas entre páginas que no correspondían a su año, en ocasiones ni a su protagonista. Ella, con el bikini azul que el abuelo le había regalado de la tienda en la que vivía junto a la abuela, miraba con el ceño fruncido a causa del sol a la cámara, mientras se apartaba las ondas que la humedad del mar había despertado en su media melena recién cortada para pasar el verano.
Otras estaban recortadas, dejándote sólo soplando una tarta de cumpleaños que algún inconsciente ya había querido empezar antes de que tú soplaras tus velas y estropearas tu tarta. “2 años, 1986” ponía por detrás, junto a tu nombre. Los amarillentos azulejos grises de aquella cocina me recordaban a algo, pero no sabía a qué...
En el bautizo de ella dos manchurrones de rotulador negro borraban el recuerdo de dos personas que yo nunca sabré quienes fueron, pero que quien les quiso olvidar en su día sabrá siempre a quiénes quiso apartar de vuestra memoria. A veces, empeñarnos en olvidar hace que recordemos mucho más. Ella, con sus ojos como platos miraba a dos sombras negras que la mantenían en brazos bajo la atenta mirada de su madrina, que siempre veló por ella a pesar de su juventud.
Mamá, con su melena rizada de un rubio ceniza como la que él fue dejando a su paso por vuestras vidas, la cogía en brazos a ella, cuyas piernas aún no estaban preparadas para caminar, y tú por fin sonreías, aunque te costaba mirar al objetivo de la cámara que sostenían las manos que te marcaron por si tus ojos se cruzaban con los suyos.
Vuestras miradas siempre reposaban tristes en aquellos papeles. Y tú desaprendiste a sonreír, mientras ella buscaba la mitad de una tarta, tu tarta, que te fue arrebatada en una cocina de pueblo con azulejos grises como la ceniza que él fue dejando en su paso por nuestras vidas antes de que tú mismo pudieras disfrutar de ella.

Por eso te quiero tanto...


Fotografía, 1992


Tú nunca querías darle tu corazón al Niño Jesús cuando mamá nos hacía rezar el “Jesusito de mi vida” antes de dormir. Y siempre fuiste muy sincero: “Yo no le quiero tanto como para darle mi corazón”. Ella, acostada a tu lado en aquella cama de sábanas con motivos florales azules, se enfadaba: “¡Que se lo tienes que dar! ¡Que lo dice la oración!”. Pero tú nunca cediste, y ella nunca lo entendió. Discutíais el final de aquella frase que ella repetía de coletilla desde que se la enseñaron, sin reparar en lo que significaba aquello, hasta que mamá o tía venían desde el otro lado de la casa donde vivisteis los años más felices de vuestras vidas y te decía que había que darle el corazón a ese tal Jesús. Entonces era cuando tú te enfadabas y ella quedaba satisfecha sabiendo que tenía la razón. Pero el tiempo te la acabó dando a ti.
A la puerta de aquella tienda de color verde, como tus ojos cuando les da el sol del Este antes de que nos llegue al Noroeste, entre cajas de fruta vacías que ordenabais de forma estratégica, los vecinos veíamos flotar las inquietudes de dos niños que tienen mucho que ofrecer a quienes os rodeaban. Y yo, personalmente, envidiaba a vuestro abuelo, que tantas veces me arregló la vieja bicicleta roja de freno de varilla mientras tú le ayudabas sentado en uno de esos taburetes de madera junto a la estufa que una vez te susurró algo al oído.
Subíais y bajabais la calle que daba a la plaza, montados en la misma bicicleta azul que tantas risas transportó. Y creo que también algún que otro cacharrazo que más de un susto nos dio.
Ella siempre hacía lo correcto. Tú siempre investigabas por encima de cualquier norma impuesta. Eso hizo que tuvierais más de una disputa pueril que acababa siendo solucionada con un mordisco para hacerla gritar por algo y que te dejara tranquilo.
Viajasteis en cohete y pisasteis la luna. Creo que llegaste a tocar una estrella mientras ella te esperaba entre los sueños que los habitantes del planeta Tierra lanzaban al universo mientras dormían. Construisteis casas de mil colores y olor a pera. Destrozaste los rotuladores que ella cuidaba con mimo en ese primer cajón de la mesita donde todo valía: desde un chicle de hacía una semana hasta un destornillador que te quiso abrir los ojos.
Condujisteis el mismo triciclo, saludasteis a los mismos gigantes y cabezudos, lanzasteis la misma piedra y os caísteis en la misma baldosa que cubría aquel reguero que atravesaba el pueblo. Y ahora, a la puerta de aquella tienda que una vez fue verde como tus ojos, hay un cartel que dice “se vende”.
Hace tiempo que retiré ya mi vieja bicicleta roja de freno de varilla que vuestro abuelo tantas veces arregló. De vez en cuando miro las fotos y se me escapa una sonrisa recordando aquellos buenos ratos que nos hicisteis pasar las noches de verano que salíamos “al fresco” y la acera de aquella tienda se convertía en un escenario perfecto para construir cualquier cosa o imaginar cualquier situación. Tú siempre fuiste de ciencias, te gustaba andar por el espacio. Y ella nunca bajó de la nube que le acercaba un poquito más a ese espacio tuyo.
Te escribo esta carta porque un día leí en una servilleta de bar de pueblo que ella se dedicaba a reparar alas rotas, y quise saber a qué se refería con eso. Me dijo que cuando era pequeña le regaló el corazón a un desconocido sin saber lo que hacía, y ahora ella se dedicaba a recuperar los corazones de quienes también regalaron el suyo, pero no tuvieron la suerte de tener a alguien como tú a su lado.
Felicidades…

Redactando recuerdos

Tarjetas de visita, 2014


La niebla apenas nos dejaba acertar del color que vestían aquella tarde nuestros ojos, pero en su forma de hablar adiviné la pena profunda en la que estaba sumida su alma.
Al otro lado de la taza de un té más rojo que el rojo con el que un día me pintaron el corazón, dijo en tono confidente que lo único que sabía era que la vida le debía algo. En ese momento comprendí por qué sus ojos tenían algo especial.
Eran las cinco de la tarde y como siempre, rogabais a mamá que os acompañara al parque que había debajo de vuestra casa. Nunca llegasteis a comprender los miedos que ella albergaba porque vuestros ojos sólo llegaban a ver a una distancia prudencial, la de dos niños de siete y diez años. Pero con el tiempo comprendimos que la infancia que creíamos robada injustamente, nos fue devuelta entre sus brazos colmados de calor.
Aún me acuerdo de tu camisa de cuadros que años más tarde heredé y de aquella chupa de borreguito que mamá te ponía con tanto cariño para que no cogieras Tristeza al salir de casa. Tu pelo rebelde anunciaba tu personalidad desde bien pequeño.
A veces quiero olvidar pero no puedo, y las lágrimas que te hacía derramar aquel hombre bajo un apodo ya fuera de lugar, aún destiñen una mitad de mi corazón que siempre fue tuya. Y con el tiempo se me decoloró el amor, y te fuiste difuminando, y te fui perdiendo…
Anoche soñé con las fotos que mamá nos hacía para inmortalizar aquellos años en los que disfrazábamos nuestros golpes con sonrisas marchitas de miedo. Y sonrío. Al menos esos días te tenía conmigo siendo más tú que nunca.
Le dí un sorbo a mi té. No le quería mentir. Hace tiempo comprendí que lo que la vida te roba jamás te lo devuelve, pero el mismo tiempo que te hace comprender eso te demuestra que te recompensa dicha pérdida con otros gestos, con otras personas, con otros sentimientos, con otros colores…
El sol se aventuró a hacerse un hueco entre la niebla, y pude ver que igual que tu pérdida me dejó medio corazón gris, la Pena en la que se sumía su alma había desteñido uno de sus ojos y avanzaba intentando adueñarse del otro.
Tras un té verde como verdes eran tus ojos, le dije en un hilo de voz que de lo único de lo que estaba segura era de que encontraría en unos brazos colmados de calor la compensación a todo lo que creía injustamente robado. Y en ese momento comprendió por qué mi corazón tenía algo especial.

Alas Rotas


Tarjeta de visita, 2014


Aún recordaba aquella casa enmoquetada de lejanía. Aún podía sentir el olor peculiar a tristeza cuando subía peldaño a peldaño aquellas escaleras que le acercaban cada día un poco más al cielo donde reposaban sus sueños. Pero todo era diferente ya, salvo la niebla que humedecía sus mejillas coloradas de la vergüenza de haber dejado atrás aquella vida tan dura pero tan enriquecedora que yo le ofrecía.
Parecía un viaje eterno. Eterno como los ojos que buscaba cada día en su largo vuelo en el que no encontraba dónde parar a descansar sin que el viento, cargado de inseguridades, la zarandeara. Y no encontró nada mejor que tu sonrisa.
Atrás quedaban aquellos prados inspiradores que llenaron cientos de hojas en blanco que un día un soñador, quizás tan perdido como ella, quiso titular “Alicia en el país de las maravillas”. Atrás quedaban aquellos suspiros embriagados de sinsabor. Atrás quedaban aquellos ojos azules que un día le sirvieron de espejo. Atrás quedaba ella misma antes de que nadie la hubiera conocido. Atrás quedó todo lo que anclaba sus pies a la tierra como las raíces de esos árboles milenarios que, sin saber por dónde avanzar, se apoderan del terreno ajeno y desolado que agarra sus raíces para sí con egoísmo. Con egoísmo me la hubiera quedado para siempre…
Le ofrecí el mar. Le ofrecí el canto de la Libertad. Le ofrecí el más verde color esperanza con el que jamás su alma hubiera pintado. Pero prefirió tu sonrisa. Y se llevó las alas que con mis lágrimas yo misma le zurcí.
Era noviembre y a pesar de todo brillaba el sol, no sólo en mi cielo, sino también en su corazón, que latía cada vez más deprisa por saberte un poquito más cerca de ella. La vi subir en aquel autobús lleno de soledades sin contar, y nunca jamás volvió al país de las maravillas, donde cada calle guarda ahora una de sus carcajadas, la mejor de sus lágrimas y posiblemente algún resto de grafito más afilado. No sé qué hice mal. Quizás no debí reparar sus alas, pues me la llevaron lejos de aquí. Quizás nunca debí mostrarle ese horizonte que a ella le gustaba contemplar con la mente en blanco sentada en la comisura de mi sonrisa mientras sujetaba entre sus manos la libreta que tú le regalaste. Quizás nunca tuve esa cálida sonrisa que cada día le daba fuerzas para seguir lejos de ti… No lo sé.
Ya han pasado dos meses sin ella. Se fue el día nueve, como el nueve en el que tú tanto crees. Y aunque sigue buscando unos ojos donde parar a descansar sin que el viento la zarandee dañando sus alas nuevas, ella siempre se quedará con tu sonrisa.

Cuestión de valentía

Serie Árboles de la Vida - Tinta 2014

Con los ojos marrones más cristalinos a través de los que he mirado jamás, derramó las lágrimas que todo ser humano tarde o temprano derrama alguna vez: lágrimas de amor. A mí me gusta más llamarlas lágrimas de realidad. Sea cual sea su nombre, lloró por aquel que, sin tener las ideas muy claras y el corazón un poco podrido de quererse a sí mismo, acababa de perder a la mujer que posiblemente más le había querido aunque él ni siquiera hubiera percibido ni la mitad de la energía con que ella suspiraba cada día por su boca.
Sin comprender el por qué de aquel desprecio repentino, con aquel enredo de recuerdos en su estómago y la impotencia de no tener siquiera una oportunidad para expresar lo que llevaba dentro, se derrumbó como las torres más macizas que, con un simple vaivén en el suelo que las sostiene, caen sin esperar a que todo vuelva a su lugar.
Nunca la vi llorar. Nunca la vi descuidando la armadura que protegía su corazón. Nunca la vi caer. Salvo hoy.
Sin tener ocasión de haber podido mirar a través de los ojos de quien hirió a quien ya formaba parte de mi vida de alguna manera inesperada, supe sólo con ver cómo él la miró, que hay corazones que no tienen suficiente capacidad como para abordar un torrente de emociones como ella lo era. Pero a veces nos empeñamos en retener entre las manos el agua que, siguiendo su curso natural, se escabulle entre nuestros dedos sedientos de retener lo que nunca nos perteneció.
A mí me hubiera gustado tener la frase perfecta para calmar su pena. Me hubiera gustado tener entre mis brazos la medicina que le hiciera ver que existen muy pocos corazones que puedan abordar un amor tan grande como el que ella estaba dispuesta a entregar. Y quisiera hacerla entender que hoy en día la valentía de dejarse querer sin miedos ni dudas apenas se da entre la raza humana. Ella, evidentemente, era una excepción, pues aún sabiendo que dolería, estaba dispuesta a quererle por encima de todo. Pero no todos corremos el riesgo de pasarlo mal, aunque eso implique ser muy feliz por el camino, y nos acomodamos en la rutina anodina que, sin robarnos una sonrisa decente al cabo de la jornada, nos aporta la seguridad de tener un futuro tranquilo, pero tan predecible que a veces da miedo a quienes, como ella, nos gusta arriesgar para sentirnos vivos.
Con los ojos marrones más cristalinos a través de los que he mirado jamás, abrió el enlace de aquella página de blog olvidada por aquellos que un día desearon ser el protagonista de alguna de esas historias, y leyó la última entrada que desde este ordenador una conocida con derecho a amistad le escribió con la esperanza de calmar el dolor de su desilusión y de avivar esa sonrisa tímida que un día robó su corazón.
Y sonrió.

Pañuelos de papel

Sin título - Tinta 2014


Cuando acabó, arrugó el pañuelo de papel y lo volvió a posar en la mesa donde se amontonaban cada día más libros llenos de sueños muy difíciles de fabricar pero imposibles de abandonar, y allí donde cayó se encontró con un par de libras y algún que otro penique que habían sobrevivido a su viaje al interior de la vida. Sonrió todavía con la nariz del color que dicen que tiene el Amor, y abrió la libreta donde guardaba tu carta. Pero no la abrió.
Cogió el bolígrafo que con esperanza había rellenado cada una de las páginas de aquella libreta, y comenzó un nuevo día que pasaría a formar parte de su historia.
Con los pies empapados de recuerdos y la cabeza iluminada por aquella guirnalda que le acercaba cada día un poquito más al cielo, no pudo evitar acordarse de ti.
Me había prometido, cuando aún el verano nos iluminaba la razón, que jamás sería capaz de amar a nadie más. Me juró ahogada en las lágrimas más amargas que nunca he visto derramar que había perdido la fe en la raza humana. Y su llanto me hizo llorar a mí también porque de algún modo yo formaba parte de aquellos en quienes ella había dejado de creer. Lloramos juntas aquella noche. Ella por fuera, yo por dentro. Hasta yo me sentí decepcionada y engañada aquella noche. Podía comprender su agonía.
A su regreso aprendí algo muy importante sólo con verla sonreír cuando salió del portal y la abracé: la distancia no hace el olvido, pero ayuda a curar viejas heridas.
Me contó que el salitre del mar escocía, y que la soledad a veces puede convertirse en nuestra mejor amiga si sabes el tipo de compromiso que adquieres con ella. Yo era feliz, porque había vuelto, y ella parecía haberse deshecho de los fantasmas del pasado, que tan a menudo nos visitan cuando estamos a punto de empezar un nuevo ciclo de nuestra vida.
A medida que la luz del sol se iba apagando, aquella guirnalda iluminaba mucho más su sonrisa. La sonrisa que tú habías conseguido encender después de tantas lágrimas que acababan siendo enjugadas en un pañuelo de papel antes de llegar a regar su corazón. Cuando acabó, volvió a aquel nueve de septiembre en el que le habías dedicado aquellas letras tan hermosas, y releyó lo que había escrito. Ahí estaba tu carta. Yo deseaba que volviera a abrirla. Pero no lo hizo. Creo que tenía miedo a volver dejarse engañar. A veces se siente mucho y se hace poco. A veces se ama mucho y no se arriesga nada.
Allí recostada, en su fábrica de sueños, con la libreta sobre el pecho y el bolígrafo sujeto por la comisura de su felicidad, pensó en ti y en todos los días que te quiso olvidar mientras el frío se colaba por las ventanas de un sótano marchito. Fue en ese preciso momento en el que comprendió que dedicó más tiempo a olvidarte a ti que en recordar a quien un día quiso más que a su propia dignidad.
Pude sentir el escalofrío que recorrió su cuerpo al recordar tu sonrisa. Y también el miedo que empezó a emanar de aquel bolígrafo a partir de ese día, porque sabía que se estaba enamorando de un corazón que jamás la pertenecería.
Entre el desastre de libros llenos de sueños imposibles de abandonar, encontró, junto a un par de libras y algún que otro penique, un pañuelo de papel arrugado húmedo aún del desatino del corazón que se enamora sin razonamiento alguno. Y empapó sus lágrimas de pasión en él, antes de que regaran su corazón y empezara a florecer…

Telas de Miedo

Boceto - Grafito 2014

Se quitó los calcetines negros de la rutina que le dejaban los pies siempre llenos de cansancio entre los dedos. Se sacudió un par de veces sin éxito, y de camino a la ducha iba dejando los restos de una larga jornada a su paso por aquel pasillo enmoquetado de soledad.
Cada día la misma rutina. La misma gente. El mismo despertar alejada del sol. Cada día al volver a casa el mismo sudor que empapaba su espalda dolorida de recuerdos le regalaba un estremecedor escalofrío que le hablaba más alto que el canto de las gaviotas sobre los tejados deteriorados por el salitre del mar.
Un día tras otro el mar. Un día tras otro la lluvia. Un día tras otro un día más que era también un día menos en su diario de “Sueños para fabricar”. Y el reloj parecía un ladrón que le arrebataba los días al calendario, lleno de polvo, que confiado seguía pensando que el frío mes de diciembre quedaba aún muy lejos de allí.
Sobre la cama un polo negro, unos pantalones negros que la rutina había manchado con las abrasadoras gotas de la desilusión y el mandil, descansaban hasta la mañana siguiente. Y mientras, ella en silencio, se reencontraba cada día con el recuerdo de tus ojos también negros; con el recuerdo de tu sonrisa; con tu olor a Charlotte.
En un butacón lleno de historias que contar reposaban cinco libretas aún por completar, tres libros por leer y una vida por contar. A la luz de las velas abrió aquel cuaderno que le devolvía cada día un poquito ti. Y escribió. Y dibujó. Y soñó…
El sol se escondía cada vez antes, pero a veces las lágrimas se le adelantaban, y el arco iris le recordaba, metida en aquel sótano en el que apenas entraba la Esperanza a través de aquellas ventanas protegidas por las telas tejidas por el  Miedo, que hasta de la tristeza se pueden sacar obras de arte muy hermosas. Y pensó en ti. Y sonrió por ti. Y lloró sin ti.
Estaba descalza el día que la conocí. Dibujaba, junto a una estatua de madera que había en el paseo, el paisaje bucólico que nos envolvía a cuantos pasábamos por allí. No levantó la vista de su cuaderno hasta que yo la interrumpí. Y en sus ojos adiviné la Soledad y la Pasión. En sus manos sujetaba un puñado de Ilusiones de colores ya sin punta. Me sonrió, como cuando me sonreías tú al ponerme el café cada día, como cuando se te acaban los recuerdos y tienes que usar la imaginación para volver a ese lugar del que un día huiste.
No hablábamos el mismo idioma pero compartíamos una ilusión: volver a tenerte cerca.
Ella se quedó allí, intentando imaginar cómo sería volver a tenerte entre sus brazos mientras cada día, el cansancio se acumulaba entre los dedos de sus helados pies y escribía una libreta azul para no olvidar nunca todo cuanto compartisteis.
Yo decidí volver, porque me di cuenta de que cuando amas con todo el corazón, no se puede sobrevivir de la Imaginación. E imaginarte no era suficiente para mí.
A veces pienso en ella. Me pregunto si seguirá yendo a ese paseo a dibujar. Si seguirá trabajando en aquel hotel de dos estrellas tan familiar. Y cada día que te veo sonreír la recuerdo a ella con sus Ilusiones en la mano y la Pasión en su mirada. Y no sé si la cobarde fue ella por quedarse allí o fui yo por venir donde todo me recuerda aquellas telas tejidas por el Miedo que no dejan entrar la Esperanza en nuestros corazones…

Zumo, té, café...


Autorretrato - tranfer
No había nada peor para ella que ser consciente de la realidad y no querer creérsela. Pero ya sabes cómo somos a veces, que nos gusta ser esa persona especial en la vida de alguien que sólo tiene hueco para sí mismo en su vida. Y nos machacamos pensando que algo no estamos haciendo bien porque sus suspiros no los provocamos nosotros; porque no somos con quienes desean compartir sus experiencias, su camino. Y así pasan los días, creyendo como ella creía, que algún día todo sería diferente. Pero a ella se le empezaron a pasar  los años sin que nada en su corazón hubiera cambiado. Bueno, si, el vacío en su pecho cada minuto se hacía más grande.
Esta historia ya la conoces, y sé que no te gusta nada oír hablar de él. Pero es necesario que te cuente la verdad que yo viví junto a ella.
Les unió el destino, con una visita inesperada del hombre al que ella más ha querido en su vida: su primo.
Aquella mañana soleada de noviembre su primo fue a tomar un café sólo  pero acompañado al restaurante donde ella llevaba unos meses trabajando. Su acompañante pidió zumo de naranja natural. Podría decir que fue el zumo natural más insistente que yo he conocido. Discreto, pero insistente. Ella no tenía muy claro querer iniciar algo en una época de estudios, trabajo, idiomas, en la que el alma se despista y juega batallas que muchas veces no somos capaces de lidiar. Pero sus ojos azules creo que la convencieron, y su falta de interés a posteriori, la convenció de que ese zumo era una buena opción, pues nunca había probado el dulzor de una fruta que la dejara espacio para vivir tu vida. Y así fue como se dejó engañar por una naranja que poco a poco se fue volviendo ácida.
No voy a entrar en detalles. De sobra es sabido que cuando nos enamoramos, perdemos la noción de lo que es justo y de lo que deja de serlo, perdemos nuestras propias convicciones, e incluso podemos llegar a perder la dignidad, como le pasó a ella, dejándose llevar por la esperanza de que cuando él confiara en ella, sería capaz de dar un paso más, sería posible pasear con él y darle la mano por la calle o abrazarlo. Pero los días se escurrían por el calendario de una vida que iba pasando sin haber compartido ni una mirada bajo la intimidante presencia de una catedral cada día más llena de historias que contar.
Nunca hubo tiempo para ella. Me lo contaba en cada café que compartimos, y en su mirada se adivinaba el dolor de estar dándolo todo por él y no sentir siquiera una caricia de correspondencia. Todos le decíais que no se merecía eso, y sin embargo ella era al único que deseaba. Cuando otro hombre la sonreía, ella sólo podía pensar en los ojos azules que la conquistaron al otro lado de la barra donde empezó a fabricar sueños sin saberlo.
Nadie sabía que existía una persona tan buena y honrada como ella. Yo no daba crédito cuando me decía con esa sangre fría a veces hiriente que ella en su vida era un fantasma. Nadie la conocía. Y nadie la conocerá.
Siempre he creído que la vida nos regala la compañía de ciertas personas para empaparnos de su vitalidad, de su alegría, para comprender que la vida no es un castigo como muchos creen, sino que puede ser un regalo maravilloso. Y siempre he creído que esas personas no deberían pasar desapercibidas, porque lo que tienen que enseñarnos y regalarnos, es mucho y muy grande. Pero él no le dio la opción de compartir nunca nada a su lado, cuando ella le hubiera enseñado la esencia de vivir sólo con un gesto, con una mirada. Créeme si te digo que no le hacían falta las palabras para mostrarte con una sonrisa el universo. Su universo. Nuestro universo. Y se moría de ganas de mostrárselo a él, pero nunca pudo. Siempre había algo mejor que ella esperándole al otro lado del umbral de una puerta que nunca jamás debió haber cruzado si lo que deseaba era quedarse detrás, en la rutina de una vida de libertad que te regala la sensación de dominar tu vida como quieres, pero cuyo precio sólo se paga con la soledad.
A él no debía importarle estar solo. Pero considero, y no por conocerla a ella de la manera que la conozco, que fue egoísta desde el momento en que no la avisó de cómo era. Mamá siempre dice que el zumo natural hay que bebérselo deprisa porque sino las vitaminas se oxidan y se pierden. A él le pasó eso, pero la culpa fue de ella por querer beber un zumo natural a sorbitos.
Sé que va a llorar cuando se dé cuenta de que el trago que le queda está amargo. Y sin vitaminas. Creo que no le quede ni pulpa a ese dichoso zumo de naranja. Pero para apreciar lo dulce, necesitamos momentos amargos en nuestra vida.
Es una pena que tanto amor se haya quedado flotando en el aire, y que no lo haya sabido apreciar. Hubiera sido muy feliz a su lado. Pero está claro que no podemos cambiar la naturaleza de las personas, y quien nació para ser bebido de un trago y sin pensarlo, no podemos pretender transformarlo en una infusión que nos calienta las manos y nos colma de sensaciones en cada sorbo que le damos.
Otros hemos nacido a la espera de un buen café sólo y bien cargado, que nos mantenga despiertos y nos dé suficiente energía para acabar con dignidad lo que una mañana soleada de noviembre comenzamos.

La Historia de La Fábrica de Sueños

Montaje fotográfico 2014

Quizás era un problema de consciencia.
La fábrica de sueños nunca cerraba, siempre tenía sus puertas abiertas para quienes deseaban entrar a soñar libremente. Quien prefería entrar a sonreír o simplemente a saludar, también era bienvenido. En esa fábrica se trabajaba cada día de forma continuada con un solo objetivo: que nadie se quedara sin poder palpar sus sueños.
Los materiales que allí se usaban respetaban totalmente el medio ambiente, porque había quienes soñaban con un mundo más sano donde respirar aire libre; libre de odios y rencores, de malos humos, de soberbia... Ya sabéis, todo eso que contamina nuestro pequeño planeta. Por eso siempre se trabajaba con amor, con ilusión, con esfuerzo, con empeño, con imaginación, con dedicación, compañerismo… entre otros materiales no contaminantes.
La fábrica de sueños llevaba trabajando muchos años antes de que yo la conociera. Afortunadamente para mí, siempre fui una gran soñadora, por eso un día acabé llegando a las puertas de aquella especie de cabaña que poco se parecía a las fábricas convencionales que yo había visto en los polígonos industriales de las ciudades que un día visité.
Yo estaba soñando el día que abrí su minúscula puerta de madera que dejaba entrever el interior. Y muy amablemente, me dieron la bienvenida todos aquellos que como yo estaban allí, viendo cómo sus sueños se cumplían. Entonces vi con mis propios ojos cómo uno de los sueños que más se repetía en mi alocada cabeza se estaba haciendo realidad. Fue un momento muy especial…
Cuando desperté algo había cambiado en mí, pero a mi alrededor todo continuaba su serena y gris rutina. Era como si el tiempo se hubiera congelado y yo siguiera en movimiento.
La fábrica de sueños…
Y comencé a trabajar. Ya se sabe que antes de ofrecer un producto al cliente uno mismo debe probarlo antes, así que todo lo que se apelotonaba en mi corazón y desbordaba mi mente lo fui enfocando a mí misma, para conocer los resultados a través de la reacción del cliente cuando conociera el producto que yo iba a ofrecer. Y para comprobar si realmente ese sueño era o no por fin una realidad.
¡Uf! Si… Los comienzos son difíciles para cualquier empresa que empieza a emerger, yo no iba a ser menos. Pero yo confiaba en mi sueño, y confiaba en que si existía una “Fábrica de sueños”, es porque realmente se podían llegar a hacer realidad.
El pequeño espacio donde me dedicaba a estudiar algo que aún no comprendo se fue convirtiendo, poco a poco, en mi pequeña oficina llena de Ilusión. Allí (aquí) los sueños brotaban solos, y las ideas para realizarlos ni siquiera se hacían esperar. Cada mañana me despertaba con una cosa más que hacer, un sueño más que crear, una sonrisa nueva que dibujar…
Empecé a recibir encargos llenos de Ilusión, por soñadores que en algún momento dejaron de creer en sus posibilidades, o que simplemente no tenían tiempo en un mundo gobernado por personajes vacíos de contenido que no sólo no saben soñar, sino que no dejan que otros lo hagan.
Los soñadores podrían acabar con el patético mundo que estos personajes han creado con sus palabras barnizadas con una pintura que con el tiempo se vuelve gris, y eso no les interesa, motivo por el cual con su verborrea disfrazada azotan nuestras cabezas, pero lo peor es cuando azotan nuestros corazones.
Todo iba bien, La Fábrica de Sueños siempre estaba presente en mi vida, recordándome lo importante que es hacer felices a los demás haciendo lo que más te gusta. Pero un día apareció un hombre con traje gris para hacerme un encargo, y yo, que no le niego un sueño a nadie, me comprometí con un proyecto que parecía en su comienzo factible. Poco a poco el sueño de ese hombre me iba absorbiendo el tiempo, las fuerzas, las ganas... y mi pequeña oficina empezó a perder su color para entonarse como el polvo que día tras día se iba acumulando allí (aquí). Por las noches la Fábrica de Sueños ya no estaba abierta, dentro sólo se adivinaba oscuridad, y un gran candado oxidado me impedía acceder a su interior. Para intentar crear un hilo conductor entre aquella vieja caseta abandonada y mi alma, escribí en el cabecero de mi cama: “Voici, l’usine de rêves”. “He aquí, la fábrica de los sueños”. Pero eso no funcionó. Me lo escribí en mi cuerpo. Nada.
Pasaban los días, los meses, intentando encontrar cómo completar el sueño que un hombre con traje gris hacía mucho que me había encargado. El cielo se me caía encima pensando que había sueños imposibles de alcanzar. Y poco a poco, dejé de dormir, ni siquiera buscaba ya la vieja caseta que un día iluminó mi vida. Mi oficina estaba llena de bloques de libros cuyo contenido narraba algo de la historia, quizás algo de arte, no sé muy bien el qué, y todo cuanto un día creé, lo fui guardando, porque me molestaba.
Pero todo pasa por algo, dice una gran compañera espiritual, y un día la enfermedad vino a avisarme.
Desde la cama donde reina la inscripción antes mentada, lloré los días de nieve, los días de viento, los días de sol, por no poder levantarme, no poder hacer si quiera la intención de incorporarme para poder finalizar el encargo que hacía casi un año se me había pedido y no era capaz de realizar. Y mi cliente me exigía su producto con despotismo, sin concederme un momento de descanso, sin un ápice de comprensión, y exigiendo cada día más sin ofrecer nada a cambio: ni una sonrisa sincera.
Mamá cada día abría las cortinas de mi pequeña oficina apagada para que el sol iluminara lo poco que quedaba ya de color en su interior. Y un día, embriagada por los calmantes que quitan el dolor del cuerpo pero no el del corazón, la volví a ver. Allí estaba la Fábrica. Me agaché a mirar por los huecos que tenía la puerta y todo estaba oscuro. El candado seguía puesto. Cuando me reincorporé, algo frío chocó contra mi pecho: era una llave. Abrí la puerta, todo se iluminó. En el rellano podría decir que había un cúmulo de una veintena de papeles. Cogí uno y leí: “7 de mayo de 1992. Deseo que mamá me deje sus pinturas de tubo”. Cogí otro: “7 de mayo de 1996. Deseo con todas mis fuerzas estudiar esa carrera donde pintas y dibujas todos los días”. Otro más: “7 de mayo de 2005. Deseo que mis miedos desaparezcan durante la carrera”. Otro: “7 de mayo de 2013. Deseo viajar por el mundo dibujando sonrisas”. Uno tras otro, aquellos papeles tenían escritos los deseos que había pedido cuando soplaba las velas de la tarta de cumpleaños. Levanté la mirada y allí estaba todo lo necesario para ponerse manos a la obra y empezar a producir. Sonreí llena de luz por primera vez en mucho tiempo.
La Fábrica de Sueños reabrió sus puertas el día que yo comprendí que los hombres grises existen para aprovecharse de todos los que como tú y como yo, soñamos cada día con un mundo en el que se puede respirar aire LIBRE. Porque por lo general, quien sueña, lucha.
Comprendí que cada uno es su propia fábrica de sueños, pero hay quienes necesitan concienciarse de que de su cuello cuelga la llave que abre la puerta que espera impaciente ser abierta en su interior por cumplir aquellos deseos que un día pensó, imaginó, suspiró… y nunca se atrevió a realizar porque al lado había alguien vestido de gris que osó decirle que era imposible.
-                 “Aquí hay un problema de consciencia”- me dijo aquel hombre cuando le dije que sólo él con su esfuerzo y su trabajo podría cumplir el sueño que a tantos soñadores como yo les había ido encargando sin éxito ninguno. - “Desde luego que sí”- le contesté. - “Éste es tu sueño, no el mío, pero aún no eres consciente”-
Cortésmente me despedí, y antes de cruzar la puerta que separaba su vida y la mía, me giré y le dije: “soy Mónica, la Fábrica de Sueños”. Hice una reverencia y me perdí en el tumulto de la gente de cuyos corazones se desprendía un calor primaveral que casi anunciaba el verano en los árboles frutales que rodean mi pequeña Fábrica.

Sonrisas apagadas

Sin título - Grafito y lapiceros de colores, 2014

Si en esos momentos se hubiera concentrado en el queso fresco con anchoas probablemente aquel joven indeciso hubiera escogido esa y no otra de las tapas que la camarera le acababa de ofrecer a una velocidad marcada casi por el ritmo de la clientela entrando y saliendo de aquella cafetería tan concurrida. Pero estaba tan concentrada en que no pidiera el huevo frito que al final, entre numerosas divagaciones sobre con qué acompañar la caña con poco limón que le acababa de servir, se decantó por el dichoso huevo frito.
Así era la vida. Dedicaba tanto tiempo a pensar lo que no deseaba que dejaba pasar las oportunidades delante de sus narices y mucho peor aún… Lo que no deseaba se acababa cumpliendo por toda la energía que depositaba en ello, y terminaba resignándose por su mala suerte, como si nunca hubiera esperado tan terrible final. Un final que desde fuera veíamos muy claro desde el primer día que la conocimos.
Mamá siempre decía que “aquello en lo que te concentras crece”. Ella se concentró mucho en un hogar propio, con cochera y trastero, y lo consiguió después de muchos y largos años de concentración que parecían interminables. Ahora se concentra en el bienestar de la familia para que el hogar siga siendo caluroso incluso en días como hoy, que no sabes si nieva, si llueve, si hay mucho viento o si sólo está nublado, pero en los que el frío se cuela por la única rendija que queda abierta en unos zapatos ajados después de un largo caminar.
Después del trabajo iba a casa o a clase, dependiendo del día de la semana después de clase iba a casa o al trabajo. En el trabajo siempre sintió la gran dicha de ser receptora de sonrisas. Cada día unas cien sonrisas diferentes. A veces le llegaban torcidas, o un poco apagadas. A veces le llegaban llenas de agradecimiento y otras, con ganas de contar algo más. Miles de sonrisas diferentes al cabo del mes. Y la suya siempre de oreja a oreja dispuesta para cada uno de los clientes que dejaban en aquel local una pequeña parte de ellos mismos: un ticket doblado formando un barquito o una pajarita, un azucarillo doblado, una pajita mordida, una servilleta llena de garabatos que cuentan una historia muy personal, una mancha en el sofá con nombre propio…
Cuando llegaba a aquel cubo oscuro pero lleno de luz y de vida, todo cambiaba. Supongo que para ella era como volcar todo lo que iba acumulando durante la semana sobre aquel escenario. Una forma de vomitar todas esas historias que se iban entrometiendo en la suya propia cuando al otro lado de la barra alguien no encontraba consuelo. Así era como comenzaba cada martes la semana fresca y capaz de coleccionar otro millar de sonrisas e historias que un nuevo lunes vomitaría en el cubo negro donde sin ser ella, era más ella que nunca. Jamás me lo supo explicar, pero creo que no es difícil entender esa sensación de despojo sin que importe quién escuche o mire. Al fin y al cabo ahí arriba sólo ella sabía dónde acaba su ficción y empezaba su verdad, esa que tan a menudo perseguía sin saber muy bien qué rumbo tomar.
Todo se había vuelto muy intenso, y tras muchos meses recibiendo y sobretodo, regalando miles de sonrisas cada semana, llegó un día en el que empezó a notar que se le estaba desdibujando la comisura de los labios. En aquel cubo negro, bajo una tenue luz azul que bañaba todo el hombro izquierdo de aquel gélido escenario, recapacitó mientras al protagonista de esa historia que ya era también la suya, un corto circuito en la mente le hizo matar a un amigo. El sonido del acordeón supo entrar directo donde más duele, donde las entrañas se te agitan y te hacen sentir más verdadera que nunca y pensó, pensó que quizás había estado muy ocupada con cosas banales que a veces hacen la vida más fácil, pero no más auténtica.
Respiró hondo, yo la vi desde la butaca donde me había reservado un hueco en primera fila. Respiró tan hondo que yo misma la sentí antes de que saliera con su paso firme a recordarnos que hemos perdido el sentido de la ciudadanía. En sus ojos pude sentir el agotamiento de querer perseguir un sueño que la sociedad actual le impedía alcanzar por su falta de medios materiales. Ella trabajaba para acceder a ellos, pero no era suficiente cuando a final de mes no podía comprar un lapicero nuevo para repasar el contorno de su sonrisa. Y poco a poco, como quien pasa la mano por encima de una obra maestra hecha a pastel o carboncillo, su sonrisa se fue nublando, como los “esfumatos” de Da Vinci que nos dejan con la incertidumbre de si la Giocconda sonríe o no.
Yo sé que lloró esa noche, aunque ninguna de las sonrisas que pasó esa tarde por aquella cafetería tan concurrida notó ni una pincelada de su profunda tristeza. Lloró porque los cambios requieren mucho valor, y duelen.
Desde aquel día no la volví a ver.
No me puso nunca más ese café con leche tan rico que sin querer siempre dejaba entrever la forma de un corazón con la crema de la leche. La vida seguía en la ciudad, y desde luego, ella había dejado, como todos los que habían pasado por allí, una parte de su esencia en aquella cafetería que un día se convirtió en su hogar.
Una camarera que aún habla con ella me contó mientras le regalaba mi sonrisa que está concentrándose en lo que más desea, y está disfrutando de los pequeños placeres de la vida, como respirar aire frío sentada frente a la catedral de su pequeña ciudad.

La fábrica de sueños

Sin título - lapiceros de colores y grafito 2013

Un sueño es algo que anhelamos ser, es un estilo de vida, un olor, una sensación… Nunca un sueño es una cosa que puedes adquirir en cualquier supermercado. Un sueño es tu sonrisa, es tu pelo despeinado por las mañanas, tu cara de sueño al darme la vuelta en la cama. Un sueño es ver caer las hojas rojizas de los árboles que necesitan desnudarse para seguir creciendo fuertes, y verte aparecer al doblar la esquina. Un sueño es entrar al trabajo y que tú estés allí ya, con ganas de darme un abrazo y dedicarme el mejor de tus bailes detrás de la barra. Un sueño es dibujarte con mis colores, peinarte con mis sonrisas, acariciarte con mis palabras. Un sueño es que estés aquí cada día. Y mientras tanto, intento llegar a aquel lugar al que la sociedad estima que debes llegar. Como si eso me fuera a hacer más feliz. Como si ellos supieran que yo estudié para trabajar. Yo estudié porque para mí aquello era y sigue siendo un sueño. Y lo compagino con el de servir cada día una taza de Ilusión a cada cliente que viene de pasada y me regala su sonrisa. Y con el de seguir estudiando para aprender, no para llegar a ser. Por eso en 2014 me propongo dejar de mirar al horizonte y relajarme al volante de este autobús que cada día cuenta con más pasajeros que amenizan mi viaje. Y seguir fabricando sueños de esos que se cumplen cada vez que te veo y te miro y te observo.
Un sueño es que tú te hayas montado en este autobús y que quieras compartir esta parte de tu trayecto conmigo…

Un árbol que hoy empieza a crecer

"Hasta el árbol con menos hojas..." 2013 - grafito

Por fin me encontré entre  papeles, entre mis prisas, mis ensayos y mis errores… Por fin suspiré con calma ante el reflejo de un espejo que no se acordaba de mí. Y me miro y me desconozco, con la mirada perdida, sin saber muy bien si mirarme en el fondo de mis pupilas o quedarme palpando esos huesos que han brotado a la superficie de unos hombros que anuncian un nuevo cuerpo que no es el mío.
Los días han ido pasando y no he encontrado el momento de decirte que te quiero. Y cada día esperaba que te olvidaras de mí y que todo fuera mucho más sencillo. Cada vez que no sabía de ti esperaba que hubieras encontrado quien te saciara la sed, quien te preparara el desayuno y te quitara la camisa antes de ir a dormir. Alguien que al salir de casa te recordara cada día cuánto te quería. Pero siempre regresabas con tus preguntas sencillas, con tus respuestas vacías de color y un extraño interés que nunca comprendí.
Lo confieso: te odié muchos días. Pero te amé durante muchas más noches, incluso aquellas en las que me cambiabas de nombre y rostro por el miedo de volver a ser herido. Pero no me importó, porque yo también me sentí mucho tiempo así. Y esperaba que algún día me dijeras que ya no significaba nada. Pero siempre estabas sin estar. Te sentía aunque no estuvieras y pensar en ti me calmaba.
El más sincero en esta historia siempre has sido tú. Porque yo te pedía palabras que realmente no deseaba escuchar, pero que el corazón, cuando alguna vez late, necesita para continuar bombeando la sangre que nos hace sentir vivos. Y te pedía algo más que nunca tuve y que en el fondo nunca deseé. Supongo que por eso te estoy amando hoy así.
Nunca me prometiste mares, ni viajes, ni tardes de verano viendo la puesta de sol. Ni si quiera prometiste que fueras a estar cuando me resbalara. Y me gustaba así, porque yo no quería más promesas, ni explicaciones, ni viajes donde el corazón se pierde en la belleza de lo superficial. Nunca pediste nada, y tampoco me lo diste.
El tiempo ha ido pasando, como pasan las noches que no quieres que se acaben. Y sigo aquí, esperando que algún día me digas que no significo nada, porque yo a ti no te lo puedo decir.
Lo maravilloso del amor es cuando no lo planeas y te pilla desprevenido, mirando por un ventanal las hojas del otoño que caen. Yo no te quería, pero el viento no te arrastró de mis raíces, y cada día que pasa me alimentas las ganas de seguir creciendo a tu lado. Desnuda, pero completa.
Y desearía no haberte encontrado, porque estaba muy a gusto con mi cuerpo revestido de hojas que me aseguraban un invierno templado. Pero el vendaval me ha dejado una sola hoja a los pies que desaparecerá cuando un buen día reflexiones y te des cuenta de que esta vez ya no significo nada. Una hoja puede salvar un árbol desnudo, embellecerlo, incluso vestirlo… ¿Pero un árbol qué puede hacer por una hoja si cuando llega el invierno la deja caer?
Y mientras tanto me dejo zarandear por la brisa de tus sonrisas y la ternura de tu mirada. Y me dejo mecer por tus besos, por tus caricias… No importa que venga un invierno frío, porque aunque te deje caer de mis manos, sé que estarás alimentando mis raíces desde abajo.
Y me miro y me desconozco, con la mirada perdida, palpando esos huesos que han brotado a la superficie de unos hombros que parecen ramas de un árbol que hoy empieza a crecer...






Aquel árbol

Dibujo a tinta - 2013


La vida se nos tornaba como un árbol que crece, a veces, sin saber hacia dónde se dirigen sus ramas. Que ancla sus raíces en la tierra donde su semilla fue plantada. Que aprende a desprenderse de sus hojas cuando llega el frío, para desnudo, enfrentarse a la falta de tus besos y tus abrazos. Y sus hojas, tristes de no verte, a sus pies realimentarán las raices para estar hermoso una vez más cuando vuelvas de visita otro verano que pasa rápido entre caricias y que anuncia nuevamente tu ausencia.
La vida continuaba también en septiembre, cuando se cambia de ropa para decirte adiós. Y en noviembre, cuando se la quita porque tú no estás para ver su hermosura.
La vida se parecía cada vez más a aquel árbol que nos cobijaba los meses que yo no quería dormir. Y envuelta en hojas me desperté. Hojas de color amarillo que anunciaban, nuevamente, tu partida muy lejos de mí...

Alija, no Martínez



22 de julio de 2013, León



Hoy he decidido escribirte una carta, la forma más cobarde de decir las cosas, pero la única opción que me dejas abierta para dirigirme a ti, después de tantos días. Sin embargo, la forma más valiente de dejar perpetuas las palabras de las que ya nunca me podré retractar. Dudo que algún día desease hacerlo.
Disfruta este momento, porque ni una mirada ya tendrás de mis ojos. Desafortunadamente has dejado tantas cicatrices en estos corazones que también laten en mi pecho que es difícil no acordarse cada día de ti. No voy a decir que lo merezcas o no, no estoy aquí para juzgarte, pero tampoco para amarte.
Este paso que has dado no ha significado más que la tranquilidad en mi vida. Ya no tengo que contestar al teléfono por compromiso, no tengo que hacer visitas incómodas, ni siquiera tengo que preguntar por esa mujer que nunca me quiso (ni yo a ella) porque le recordaba a mamá. Me has quitado un peso de encima y te voy a dar las gracias por quitarme la cara cuando fui a darte aquel beso de despedida, por no mirarme a la cara el último día.
Tú, que sólo tuviste hijos para presumir, en mi caso, del talento que tenía o los estudios que cursaba, como si tú formaras parte en cualquier caso de mis sueños. Que te quede claro: que ni tú me ayudaste a cumplirlos, ni yo contaba contigo mientras trataba de alcanzarlos. Sólo debo admitir que tu incómoda presencia me enseñó cada día de mi vida lo que nunca quería llegar a ser: como tú.
Pero accedí a guardar las formas y ser diplomática. Y a pesar de no recibir nada por tu parte y aguantar menosprecios y faltas de respeto que te tomabas de broma, continué aceptando tus invitaciones, dos o tres veces al año.Tú nunca supiste hacerme sonreír. Creías que necesitaba dinero para quererte más y me decías que no tenías nada, cuando lo único que esperaba era un gesto de amor por tu parte. Y volvía a casa con los bolsillos llenos de humo de tabaco negro y el corazón empapado en un chupito de whisky barato. Y en los ojos, ni siquiera las lágrimas se atrevían a asomar del miedo que te tenía. 
Pero todo eso se acabó. Ahora lloro si me apetece, y me como un dulce o un salado sin esperar que nadie me llame “gorda”. 
 Viviré con esa palabra grabada en la mente y vuestra voz de fondo diciendo: “no creo que te haga falta a ti comer de eso”. No existe tatuaje que borre las cicatrices que has dejado en este hogar que hoy en día sigues destrozando.
No quiero nada relacionado contigo. Quiero olvidar que algún día te dije que te quería. Adoro mi vida sin ti y deseo que así se quede, pues con los años he aprendido que la paternidad es un invento de la sociedad, o de la iglesia. Tú nunca has tenido hijos, y nosotros nunca hemos tenido padre; y si así ha sido siempre, no espero que ahora cambie, ni que tú cambies. 
Has ido poco a poco apartando a todos los que algún día te quisimos de tu lado. Tus lágrimas de cocodrilo ya no me conmueven como cuando era pequeña y me hacías chantaje emocional para que mamá te perdonara. Yo ya no te perdono más. No te quiero en mi vida. A partir de ahora, voy a ser más feliz. Porque antes ya lo era, pero tu alejamiento me hace sonreír más cada día.
Y a pesar de todo, te doy las gracias, porque sin tus desprecios, sin tus insultos, sin tus maltratos, sin tus vicios… Yo no hubiera aprendido jamás lo que de verdad importa en la vida. Y tú, ahora, en la mía no importas nada.

Te quiso: Mónica Alija. Ya no quiero ser Martínez